PESADILLA EN LAS CANTERAS, por Anif Larom

 

Miguelico había dejado atrás la blanca casona de Los Hilarios, al margen del río. En este día el edificio presentaba un aspecto especialmente nostálgico, quizá fuera por el oscuro manto que las nubes proyectaban sobre él. La caza se le había dado regular; solo traía dos perdices al hombro, los pies cansados y hormigueo en el estómago. Cuando iba a pasar el rústico puente sobre el cauce, un ronquido hizo que se volviera: un enorme perro blanco le observaba con ojos extraños. Su fiero gruñido,  hizo al cazador ponerse en guardia. El cancerbero, tras acercarse y alejarse varias veces, terminó por retirarse. Con sabor amargo en la boca, Miguelico miró de un lado para otro; estaba solo. Desconfiado, cruzó el puente de dos zancadas y avivó el paso hasta la aldea de Sabariego.

 

Aquella noche, apoyado en el mostrador de la taberna con un vaso de vino en la mano, evocó su encuentro con el perro; aún tenía grabados los ojos que le parecieron decir algo, ¿reclamaban su atención instando a seguirle? Entonces la parroquia tabernaria recordó una vieja y negra leyenda extendida por el lugar…

 

<<Condicionada a una fatal maldición, la historia hablaba de un gran tesoro sepultado en el monte Las Cabreras. A media noche, un perro blanco aparecía en la otra orilla del río para instar a algún solitario osado a buscar fortuna en las abandonadas canteras de yeso en el monte. Atravesando el puente, una compaña de encapuchados seguiría al aventurero durante el camino; si el codicioso intrépido se volvía para ver a sus zagueros acompañantes, sería inexorablemente castigado>>

 

Miguelico pensó que aquello era absurdo, tan solo una fábula. El miedo solo existe en la cabeza, se reafirmó…

 

Miguelico, mozo viejo, era celebre en la aldea por su afición al vino y la caza; su sentido práctico no le dejaba lugar a rumores y fantasías, pero sugestionado por la imagen del perro, el morbo de la historia del tesoro y el recio perriaque, una irrefrenable inquietud se apoderó de él y abrió la puerta a la llamada de aquel misterio que le atraía como un imán.

 

Aguardó a que dieran las doce y se encaminó, solitario, morral a la espalda y azada al hombro, hacia las sombras de la de la fantasmagórica leyenda, dispuesto a demostrar que era ridícula. La pálida luz de la luna, oculta tras movedizas sombras, apenas alumbraba la vereda que conducía al Molino Funes, colindante con la casona Los Hilarios. A la par que sus pasos, la sugestión iba adueñándose del pensamiento de Miguelico, quien avanzaba cada vez más excitado.

 

Cruzada la pasarela sobre el río, ante sus ojos, inexplicablemente, apareció el perro blanco. Quedó estupefacto. Una mezcla de nerviosismo y de mala espina conmovió sus entretelas, mas respiró hondo y siguió al enigmático can. A partir de la casona de Los Hilarios, el paisaje le fue pareciendo fantasmagórico: las inertes y oscuras siluetas de los olivos bordeaban el estrecho y ondulante veril hasta llegar al arruinado cortijo de Saturnino. Allí, en sus ruinas, le asaltó el temor agazapado en sus entrañas y titubeó un segundo; pero sus pies parecieron adquirir vida propia y siguieron avanzando. En el más absoluto y tétrico silencio, a la par que un penetrante olor a cera quemada impregnaba el aire, tras de sí, fue sintiendo cómo una multitud de acompasados pasos le daba alcance. En su pesadilla, le fue fácil imaginar el fantasmal cortejo del que hablaba la leyenda; al tiempo que el perro aullaba a la luna asomada entre las sombras del cielo, comenzó a oír lúgubres cánticos, estremecedores. El pánico le heló la sangre, los dientes le castañeaban sin control; le resultaba caminar y respirar al mismo tiempo. ¿Estaría delirando? La tentación de mirar atrás era muy fuerte, mas cual esclavo ebrio de libertad, con paso indeciso, siguió hacia la bruma húmeda que iba envolviendo el siniestro paraje.

 

La cantera estaba allí, sepultada por la niebla y el tiempo. En el punto señalado por la aviesa historia, un mojón destacaba su negrura en el cano yacimiento de yeso. Impulsado por fuerza incontenible, levantó la piedra; espurreando yeso con la azada hasta desollarse las manos. Fue escavando un hoyo, tal a una profunda tumba, sin encontrar tesoro alguno… A su espalda, el invisible miedo proseguía entonando la espeluznante letanía que martilleaba su cabeza, más él, frenético, se removía en el fondo del hoyo en busca de…, ¡ya ni lo recordaba! Sintió su aventura como un viaje sin retorno al fondo de las tinieblas y el más espantoso pánico se adueñó de su ser. Minado su carácter, pudo más la tentación que la prudencia y, dándose por derrotado, dejó su suerte en manos del destino y se volvió, despacio. Sobrecogida el alma frente a aquella fúnebre procesión de vacías sombras encapuchadas, sintió ahogarse: en un ataúd, a la mezquina luz de inquietos cirios, un cuerpo envuelto en un sudario reflejaba el inconfundible rictus de la muerte. Un angustioso alarido rompió el cielo y se reduplicó entre los montes que respaldan la aldea de Sabariego. Miguelico parecía haber visto al mismísimo demonio, pero se vio a sí mismo: era él el que yacía en el féretro, ataviado de una mortaja y un rosario entre las manos…

 

Anif Larom

http://aniflarom.jimdo.com/

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