"EL REY MENDIGO" O ""LA CONJURACIÓN DE ALCAUDETE"

 

Corría el año 1.455. Apenas hacía un año que había subido al trono castellano Enrique IV. Este monarca reunió Cortes que aprobaron hacer la guerra al reino moro de Granada. Marchó el rey a Andalucía seguido de un brillante cortejo de caballeros que acudían a la incursión bélica esperando alcanzar no sólo fama y honra, sino también cuantiosos beneficios de orden material.

 

Don Enrique escribió cartas a las ciudades y nobles andaluces para que acudiesen a aquella incursión con sus respectivas milicias: entre ellos a don Alfonso Fernández de Córdova, III Señor de Alcaudete. Las tropas de Aguilar y Lucena se unen al ejército cristiano el día 2 de Junio en Baena; y seguramente hicieron lo mismo las de nuestra villa el día siguiente. Las tropas castellanas llegaron a alcanzar la cifra, nada desdeñable, de 3.600 jinetes, aparte de una gran masa de peones. Muchos de estos soldados eran alcaudetenses, pues la población de nuestra villa había crecido significativamente durante la primera mitad de aquel siglo.

 

Los preparativos guerreros habían llenado de expectativas y ardor combativo a los nobles castellanos; pero el soberano, de carácter poco belicoso, se mostraba excesivamente prudente. Se adentró en territorio enemigo y, en vez de entrar en combate, se limitó prácticamente a efectuar un mero paseo militar, sin apenas entrar en combate.

 

Ante ello numerosos caballeros cristianos se sintieron ofendidos en dignidad, al no haber podido demostrar su arrojo y valentía.

 

EL REY EN ALCAUDETE

 

Al regresar los cristianos de esta correría, una parte de los mismos se instaló en la vecina villa de Baena. Varios nobles, acompañados de sus mesnadas, lo hicieron en Alcaudete, estableciendo su campamento en la parte superior del pueblo, en el llamado Ruedo Alto; tierras llanas, próximas a buena y abundante agua, y cercanas a la población.

 

El rey, a cuyos oídos había llegado las habladurías que lo tachaban de cobarde, se aposentó también aquí. Confriaba en la probada lealtad del Señor del lugar, mientras que dudaba de la fidelidad del de Aguilar, y en la de otros muchos nobles que se encontraban en Baena. Sospechaba ésta que se vería posteriormente confirmada, como más adelante veremos.

 

Para albergarlo se condicionó especialmente el castillo. Por ser el lugar más seguro dentro de la fortaleza, se instaló el monarca en la Torre del Homenaje, imponente construcción que aún se levanta en medio de este recinto militar, soberbia, desafiando al devenir de los tiempos.

 

LA CONJURACIÓN

 

Poco hacía que el ejército se hallaba descansando en estas tierras, cuando una noche un grupo de nobles, los más jóvenes y de sangre más ardiente, se reunieron. Entre ellos se encontraban miembros de las mejores familias castellanas: el conde de Alba; el poderoso Maestre de Calatrava, don Juan Girón; el conde de Paredes, etc.

 

Unos hablan de que esta reunión tuvo lugar en Baena, mientras que otros opinan que tuvo efecto en Alcaudete.

 

Pronto la discusión se hizo muy acalorada. Un joven caballero decía:

 

  • "¡No debemos permitirlo! Estamos siendo deshonrados. Lo que tenemos no  es un rey guerrero, sino un monje medroso y asustadizo. Si sus antepasados, los grandes reyes conquistadores, saliesen de sus tumbas, volverían rápidamente a las mismas llenos de vergüenza. Somos la burla de todos".

Otro, que se encontraba frente a éste, argumentaba:

 

  • "Ya sabemos de su debilidad por las gentes infieles. Se viste de moro y de judío, y va a dejar entrar en este reino a unas gentes extrañas que, procedentes de lejanas tierras, llaman egipcianos (gitanos), los cuales dicen que se encuentran repartidos por todo el mundo en peregrinación y penitencia por haber ofendido a la Virgen. No es puyes nada raro el que ampare a los sarracenos y no quera combatirlos".

A continuación intervino don Juan Girón para decir:

 

  • "¿Para qué hemos venido aquí, dejando casa y familia?. ¿Para que el monarca vista sus mejores galas y se paseé por los campos enemigos como un pavo real?. Volveremos a nuestras tierras más pobres de lo que vinimos: sin botín, sin esclavos, sin anda. Ni siquiera la satisfacción de haber matado a perros infieles. Y todo ello tras unos cuantiosos gastos para armar y alimentar a nuestros guerreros".

El Conde de Alba propone:

 

  • ¿"A qué esperamos para hacerle cumplir con su deber, pues reniega de todos los valerosos soberanos que Castilla ha tenido?. ¡Tomémosle prisionero y obliguémosle a comportarse domo debe!.
  • "Yo me sumo a esa propuesta". Dijo el de Paredes.
  • "Y yo..." "Y yo....".....Repitieron la mayor parte de los allí presentes.

Un solo hombre mostraba un talante conciliador, partidario de no llegar a esos extremos. Era don Íñigo de Mendoza, hijo del marqués de Santillana, Pero su voz fue ahogada por las de los demás. De todos modos nadie de ellos se opuso a que saliera de aquel recinto.

 

Los conjurados continuaron proyectando su acción. Todos se juramentaron para penetrar en el castillo de Alcaudete al día siguiente con cualquier excusa; anular al Señor del mismo, don Alfonso Fernández de Córdova; y apresar a Enrique IV.

 

A don Alfonso no dijeron nada pues era bien conocida su vinculación con el rey.

 

DON IÑIGO AVISA.

 

Don  Iñigo de Mendoza, caballero al que todos tenían en alta estima, se debatía aquella noche entre la lealtad a su monarca, que siempre le había distinguido con mercedes y favores, y el deseo de no comprometer a los suyos. Finalmente se decidió a avisar al soberano del grave peligro que corría.

 

Por la antigua calle de Santa Ana, que discurría por el camino árabe que pasa por la ermita de su mismo nombre, alcanzó la puerta principal de la fortaleza. Esta se encontraba dando cara al cerro de la Pedrera, estando protegida por dos fuertes torres que aún perduran.

 

Después de llamar repetidas veces e identificarse adecuadamente, le fue franqueado el paso. Rápido, pidió hablar con don Enrique. Al ruido de las voces, y alertado por sus guardias, se presentó el dueño del castillo que, puesto al tanto de la situación, mandó despertar al rey.

 

El monarca fue informado por don Íñigo de la conjuración que contra él se tramaba. Este y don Alfonso se pusieron inmediatamente a las órdenes del soberano para lo que estimase oportuno.

 

Don Íñigo se dirigió a Enrique IV con estas palabras:

 

  • "Majestad, los conjurados son muchos e importantes, y están dispuestos a todo. Si vos lo ordenáis pondremos en aviso a los caballeros leales ya vuestra persona, y les haremos frente en este mismo castillo".

El Señor de Alcaudete insistió en este mismo extremo:

 

  • "Ya sabéis, Señor, que las murallas de esta fortaleza han resistido los más fuertes ataques. Acordaos del cerco de 1.408; más de cien mil moros se estrellaron contra sus defensas".

HUIDA DE ENRIQUE IV

 

El rey, que no poseía un gran espíritu, se estremecía ante la posibilidad de verse encerrado y rodeado de enemigos en el castillo. Por ello pensó desde un primer momento en huir para hurtar así la presa a los conjurados.

 

  • "¿Creéis vos, don Alfonso, que me será posible alcanzar la ciudad de Córdoba, sin grave peligro para mi persona?". Preguntó el monarca.
  • "La principal dificultad será, majestad, la de abandonar el castillo, pues es de prever que los conjurados hayan apostado centinelas en torno a sus murallas. Só9lo podrían ser burlados si os difrazaseis convenientemente". Respondió el de Alcaudete.

Conforme el monarca con este plan procedió a disfrazarse con los harapos de un mendigo transeúnte que  aquella noche pernoctaba allí. 

 

Realmente la diferencia de estas ropas con los magníficos vestidos con los que Enrique solía cubrirse era abismal. Dentro de ellas el rey perdía toda su arrogancia y magnificencia, siendo prácticamente imposible reconocerlo vestido de esa guisa.

 

Con las primeras luces del día salió Enrique IV de las murallas de la villa por la puerta de Luque, acompañado de un criado morisco, de absoluta confianza del Señor de Alcaudete, llamado Hamet, el cual también iba disfrazado de mendigo. No fueron reconocidos por nadie al atravesar los cuatro lienzos de murallas que protegían a la fortaleza y villa.

 


Después de pasar por varios viñedos, tan abundantes por aquel entonces en Alcaudete, llegaron a paraje conocido como los Almacenes. Allí se encontraron con una patrulla de soldados de los conjurados que pasaron de largo sin sospechar nada, pues aquel día había mercado en Baena, y hacia ella se dirigían numerosos pobres para pedir limosna.

 

Así alcanzaron los extensos olivares de la Vega, ya cubierta por ellos, por medio de los cuales anduvieron cerca de dos horas hasta llegar a las orillas del río San Juan. Cerca de la Confluencia del río Salado de Priego les esperaban don Pedro Martínez de Angulo, alcaide del castillo de Alcaudete, que con fuerte contingencia de soldados de la villa dio escolta al rey hasta Córdoba, ciudad que siempre le fue fiel, en donde se encontró definitivamente a salvo de toda asechanza o peligro.

 

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Esta leyenda cuenta noveladamente una situación real ocurrida en nuestro pueblo que, de haberse desarrollado de otro modo, podía haber cambiado el curso de la historia de España.

 

Fuentes: Alcaudete Leyendas, Cancionero y Aspectos Literarios

Antonio Rivas Morales

 

Loli Molina

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