El cortijo Las Salinas en aquella época donde sitúo el relato.

EN EL AÑO DE LAS LUCES, CRUCES.


Capítulo 1

 

Agosto 2009

 

Dejamos atrás las últimas casas blancas y silenciosas de la aldea de Sabariego. La carretera estaba desierta a aquella hora de la tarde y casi enseguida, al doblar una curva, llegamos hasta Las Rodrigas.

Nos desviamos a la derecha, donde, en un pequeño muro pintado de blanco, se leía claramente “Cortijo Las Salinas”. Una flecha en negro, nos indicaba el camino.

El vehículo  patinaba por el carril casi intransitable lleno de guijarros y matojos secos, y socavones enormes sobre una tierra gastada de miles de años.

Nos adentramos en un terreno pedregoso y reseco bordeado de almendros  e hileras de olivos. Llegó un momento donde el coche no pudo seguir, y decidimos hacerlo a pie.

Bajé del vehículo seguida de mi  familia, mi marido, mi hija mamá y tía Araceli, estas dos últimas, con más de ochenta años de historia vivida.

 

Enfilamos la cuesta a pie, llegando a lo alto de un pequeño montículo;en la piel de mamá y la tía se reflejaba la emoción mientras sus manos temblorosas nos señalaban a lo lejos los tajos que abrazaban la colina fértil, donde hallaríamos el cortijo Las Salinas.

 

Anduvimos dando  algún que otro trompicón entre los terrones que parecían estar vivos bajo nuestros pies.

 Me volví, y noté en sus rostros la fatiga  y unas pequeñas gotas de sudor resbalando por su frente.

Hacía demasiado calor para seguir  andando y propuse que parásemos un momento para descansar y nos sentamos a la sombra de un olivo.

 

Una suave brisa bañaba nuestro rostro, nos quitamos el sombrero de paja abandonándonos a su caricia y exhalando un largo suspiro nos quitamos el sombrero de paja

Una suave brisa nos bañaba el rostro abandonándonos a la caricia, quitándonos el sombrero de paja y exhalando un largo suspiro...

Me dejé caer en el suelo junto a mi hija Irish, jugueteando con la tierra y pequeñas piedrecillas resbalaban entre nuestros dedos una y otra vez.

Mientras, la abuela no paraba de regañar a Irish  - ¡Quien ha visto llevar al campo minifalda…! -le dijo, y es que mi hija llevaba las piernas llenas de rasguños.

Reí  para  mis adentros…

La luz del sol se colaba  entre mis parpados caídos, y su calidez me otorgaba una extraña paz. De soslayo, miré a mamá, sus ojos ausentes se perdían en la calma del momento.

 

Habían pasado muchos años en aquel paraje solitario, pero las colinas sembradas de olivos seguían intactas; la sierra San Pedro, el  tajo del Grajo, la torre morisca, los montes de Las Hermanillas; abruptos, altivos, silenciosos… y desde un centenar de metros más abajo, el rumor del río San Juan nos llegaba cantarín en aquella tarde  asfixiante, pues corría el mes de agosto y los rayos del sol eran alambres que mordían la piel.

 

Con infinita desgana nos levantamos.

Nos dolían las piernas de andar por aquel terreno tan escabroso, nos habíamos pinchado los tobillos con los rastrojos secos, pero, la emoción pudo más que el cansancio y seguimos adelante.

 

Pasamos un pequeño  barranco en el cual había un desgastado letrero con   una inscripción “PUENTE DE DOÑA ENRRIQUETA”; mamá nos comentó que  la tal señora había sido la dueña de todo aquello que alcanzaba nuestra vista, y que por aquel entonces, cada invierno grandes cuadrillas de aceituneros vareaban los olivos con la piqueta,  mientras las mujeres, iban por detrás con una esportilla recogiendo las aceitunas que caían al suelo para más tarde cargarlas en las mulas y portearlas al molino.

 

Apenas unos minutos más andando y nos adentramos en  un terreno frondoso de viejas pitas cargadas de presagios y enormes pinos centenarios donde sus copas que bordeaban el camino parecían llegar al cielo.

Tras una curva, un enorme cortijo blanco se alzaba silencioso ante mis ojos en aquella quietud del atardecer. Era el cortijo Las Salinas, donde nacieron y vivieron mis abuelos, bisabuelos y tatarabuelos, como administradores de la finca y donde ocurrían los sucesos extraños que me contaba la abuela María, que tanto me gustaban oír, y que siempre llevé conmigo.

 - Decían que había fantasmas. -Dijo mamá.

 -Ahora viven unos ingleses, y comentan en el Sabariego que es un hotel, pero, nadie lo sabe a ciencia cierta.

 

 A mí,  más que un cortijo, me pareció un antiguo palacio andaluz rodeado de misterio en aquel paraje tan aislado de la aldea, en aquella soledad remota.

 

Mis ojos se iluminaron excitando mi curiosidad, y en un impulso repentino corrí hacia la casa. Según la leyenda que mi abuela nos trasmitió, guardaba un gran secreto además de apariciones y sucesos insólitos que escapaban a sus conocimientos.

 

Envuelta en sensaciones y seguida de mi familia atravesé la entrada, un gran arco simulando el campanario de una iglesia con campana incluida, que aumentaba si cabe mi morbo y mi curiosidad.

 

Un enorme gato blanco y negro nos dio la bienvenida acercándose sinuoso hasta mí.

No me extrañó su actitud, por alguna razón, jamás animal alguno huyo de mis caricias, su rabo se enrollaba entre mis piernas ronroneando…

 

Mis manos vacilaron un instante antes de aporrear la argolla de aquel enorme portón antiguo, testimonio palpable de su historia mágica.

A nuestras voces y porrazos, se abrió el balcón de un torreón que había en el ala este, con un gran reloj debajo del tejado.

Me fascinó aquella aparición de una mujer alta y rubia, el pelo le pasaba los hombros, iba vestida de blanco, de expresión inteligente, sonrisa dulce y serena; curiosamente llevaba los pies descalzos.

Nos saludó con la mano, se apartó del balcón y unos segundos después se abría el portón de la entrada.

 

Nos presentamos como los descendientes de los antepasados que habitaron aquel lugar durante varias generaciones. En su mirada percibimos un destello de emoción, su mano nos hizo un ademán invitándonos a entrar en el patio.

Se nos presentó como Steffi Goddard, llegada de Inglaterra hacía pocos años junto a su pareja Steven Robinson.

Las palabras se atropellaban nerviosas cuando empezó a contarnos que al pisar aquella tierra por primera vez, tanto ella como él, sintieron una sensación extraña, incitándolos, fascinándolos, atrapándolos…y, desde ese mismo instante decidieron quedarse allí para siempre.

Siguió hablándonos nerviosa, frotándose  las manos continuamente, y ávida de saber, nos preguntó si había ocurrido algo siniestro en aquel lugar.

 

Mi familia y yo nos miramos, nos pusimos en guardia. Por un momento nos quedamos mudos y sorprendidos a un tiempo. Ella captó nuestra mirada de recelo, y nos pidió por favor que le contásemos toda la historia del cortijo Las Salinas, que no le daba miedo y que sabía que había algo extraño porque a ella le ocurrían cosas… pero que sentían que eran algo así como los guardianes del pasado y que respetaban todo lo que sucedía en ese lugar.

Mi madre y mi tía, cautelosas, me hacían señales con los ojos para que no hablara, pero ella me dijo - ¡Adelante!  Y yo sentía un morbo indescriptible, atrapada por las historias que mi abuela María, en vida, tantas veces me contó, y que me ligaron a su pasado.

Para no contrariar a mamá y tía Araceli, nos dimos el teléfono y quedamos a la semana siguiente en mi casa de Granada.

 

Llegaron con la puntualidad exacta que caracteriza a los ingleses.

Les acompañaba una traductora francesa llamada Fran, afincada en la localidad de Martos, fascinada también con el sol de nuestra Andalucía, sus costumbres y la sencillez de sus gentes.

 

Iniciamos la conversación con unas tapas de jamón  y un buen vino rioja que avivó aún más la chispa de la emoción que sentíamos todos; unos por contar, otros, por escuchar…

Así pues, no demoré  más la historia que tanto me fascinaba.

Intuía que también a ellos les cambiaría de alguna forma su vida.

 

Y así empezó todo…

 

 

…Diciembre 1898.

 

La noche había caído sobre el cortijo y un cielo plomizo amenazaba tormenta. Ardía la candela al fondo de la cocina en una gran chimenea compuesta de tapiares y piedra, en la lo alto, unas barras de hierro pendían de un extremo a otro, donde se oreaban las morcillas de la matanza.

Una alargada mesa de madera presidía el centro de la habitación con varias sillas de anea.

Las paredes de cal y tierra eran austeras, apenas unas fotografías en blanco y negro de algunos antepasados, dos candiles de aceite presidían la entrada y frente a esta, dos cantaras de barro llenas de agua para cubrir las necesidades básicas. Una romana colgaba de un clavo en un extremo de la chimenea, al otro extremo, a la derecha, un horno de barro donde en aquellos momentos se cocían dulces.

 Sobre unas estevres en una gran perola, se guisaban las dos liebres que aquella tarde José María salio a cazar para la cena.

 

Natividad, era una mujer no muy alta, de pelo negro recogido en un moño a la nuca, no demasiado esbelta, debido a su avanzado estado de gestación de su décimo hijo. Tras su aspecto un poco desaliñado y unas hebras de plata que ya despuntaban en las sienes, sus ojos oscuros, brillantes, delataban una belleza que el tiempo aún no había marchitado.

 

Pensativa, atizaba el fuego con las tenazas, y removía constantemente la carne con almendras para evitar que la salsa se pegara, mientras en el horno se cocían las tortas de manteca que como cada año al llegar la nochebuena, Natividad obsequiaba a todas las murgas que llegaban  al cortijo tocando villancicos y pidiendo el aguinaldo.

 

Se había levantado un fuerte viento que hacia vacilar la luz del candil.

Natividad estaba inquieta, cansada y con ganas de dar la cena y mandar a la cama a sus nueve chiquillos: José, María, Pilar, Nicolás, Gumersinda, Pedro, Nati, Doroteo y victoriana, la mas pequeña, que  esperaban con el trozo de pan en la mano la ansiada carne de liebre entre un gran alboroto y pequeños gritos.

Se sirvió la cena para todos en una única cazuela que se dieron prisa en devorar con avidez, los pequeños rebañaban el fondo con sopas de pan chupándose los dedos.

Victoriana de apenas dos añitos, miraba curiosa, balanceando las piernas en las rodillas de su padre, mientras este cortaba los trozos de carne con el trinchete bien afilado.

 

Acabó la cena y los chiquillos a la voz severa del padre se fueron a dormir de mala gana, como todas las noches, después de pelearse entre ellos por  alguna nimiedad. Natividad, con aquella paciencia que la caracterizaba, puso orden y le dio a cada uno de sus hijos las buenas noches.

Bajó las escaleras fatigada, la prominente barriga le dificultaba los pasos.

Por fin,  pudo sentarse a descansar un rato en la mecedora de lona delante de la chimenea junto a su esposo que le cogió la mano, apretándola con ternura.

- No te preocupes Nati, todo saldrá bien. -Le dijo, mientras la miraba con calidos ojos y una sonrisa suave que llenaba su cara.

José María era un hombre  alto, de fuerte corpulencia, nariz recta y altiva, de pelo claro y ojos tremendamente azules surcados ya por algunas arrugas.

De soslayo la observaba con el rabillo del ojo.

Ella ensimismada, miraba el fulgor de la lumbre, que proyectaba extrañas sombras que en su imaginación parecían adoptar figuras amenazadoras.

 

El estallido de un trueno sobre sus cabezas, perturbó el momento de sosiego sobresaltando sus pensamientos

Un poco asustada, se levantó acercándose hasta la ventana donde una bisagra se había soltado y los postigos se agitaban amenazadores.

El viento enfurecido se estrelló contra el ventanuco que se abrió de golpe y una ráfaga de lluvia  la sorprendió azotándole el rostro y conteniendo su respiración. El resplandor de un rayo iluminó la habitación seguido de un estruendo espantoso que hizo temblar el suelo bajo sus pies.

Era como si las energías del mismo cielo se hubieran desatado y bajaran esa noche hasta su casa. En aquel mismo instante, ocurrió algo inesperado, en lado izquierdo de la chimenea se abrió una enorme grieta, desprendiéndose un trozo de pared que cayó al suelo.

 

 Se acercaron asustados e inquietos, y vieron sorprendidos el hueco que había quedado al descubierto.

José María vaciló un instante antes de empezar  a quitar con mucho cuidado piedra y tierra descubriendo el boquete en su totalidad. Ante sus ojos apareció una alacena de madera carcomida, y en su interior, dos extrañas vasijas de barro también muy deterioradas por el paso del tiempo pues al intentar sacarlas con sumo cuidado algunos trozos se quedaron en sus manos, ante Natividad, que miraba atónita y con los ojos como platos.

En aquel momento se olvidaron de la lluvia y los truenos por completo.

Aquel hallazgo los había dejado estupefactos, aquellos objetos estaban repletos de papeles amarillentos muy antiguos sembrados de frases que se repetían una y otra vez.

Decían así: “En el año de las luces, cruces”.

No entendían nada.

¿Que significaban aquellos legajos? ¿Como habían llegado hasta allí y  qué misterio albergaban para haber tapiado la alacena? Las preguntas les martilleaban fuertemente en la cabeza.

Estaban angustiados y como campesinos que eran, tenían una fuerte inclinación a las supersticiones.

 

Desde aquella noche, los rumores y crujidos del cortijo, se unieron en una danza macabra, y los sueños y premoniciones hacían acto de presencia. 

Era como si una oscuridad maligna manara del boquete de la chimenea. Como si se hubiera destapado algún secreto que debía permanecer sellado para siempre.

 

 

Habían pasado apenas unos días de todo aquello y Natividad esa noche se encontraba en el cortijo sola con sus hijos, y ya hacía algunas horas que dormían. 

José María se había llegado con la burra  hasta el Sabariego para comprar algunos enseres y comida, pero, eran casi las doce y aún no había aparecido. Pensó en que estaría tomando vinos en la taberna del sabariego.

 

Visiblemente nerviosa se acercó a la lumbre frotándose las manos. Hacia mucho frío aquella noche y era grato sentir el chisporroteo del fuego.

A través del ventanuco se vislumbraba la luna llena que clareaba con sigilo entre la oscuridad de los olivos.

Una apremiante llamada a la puerta sobresaltó sus pensamientos.

Dejó la cazuela de barro encima de la mesa camilla mientras un mal augurio vino a su mente, porque por aquellos andurriales era difícil que nadie pasara a aquellas horas, y el cortijo alejado de la aldea albergaba pocas visitas, exceptuando los jornaleros que cada día acudían a las labores del campo.

 

Se colocó sobre sus hombros una mantilla negra y llevando las manos a la cabeza se recompuso el moño desaliñado, sujetándolo con una horquilla.

Caminando ya hacia la puerta se alisaba las arrugas del delantal con una mano y en la otra un candil  que había cogido de aquella gran chimenea de piedra manchada de hollín.

 No sin cautela,  descorrió el gran taco de madera que atrancaba el portón,  abre la puerta sin preguntar quién es.

La oscuridad del umbral  la envolvió en un silencio casi sepulcral, solo un rumor que sobrecogía el ánimo era perceptible.

Giró en redondo al escuchar su nombre detrás de ella. No parecía provenir de ningún lugar concreto y no vio ser alguno.

Permaneció con el candil en la mano, entre inquieta y atemorizada.

El suspiro del viento silbaba alrededor. De nuevo le pareció oír su nombre en una voz lastimera y esta vez le llegaba lejana, desde el corral, desde el que comenzaron a sonar unos golpes y los berridos de una cabra.

Una fuerza interna la arrastraba hasta allí, a pesar de que no sentía los pies.

Se apretó la mantilla fuertemente sobre el pecho que le subía y bajaba apresuradamente, caminando entre la oscuridad atravesó la vereda, mirando una enorme higuera que a la luz de la luna llena, le pareció una sombra fantasmal acechándola…

 Luchó por dominar un primitivo terror que había descendido sobre ella, y consiguió llegar hasta la puertaque se resistía a abrirse, los goznes chirriaban aumentando aún más el temblor de sus manos.

Entró con sigilo. Los bueyes, los mulos, el borrico, las cabras, las gallinas dormidas en lo alto de los palos…, todo parecía estar en orden, nada parecía inquietarles.

Se dirigió al zaguán. Entre algunos arados y aperos de labranza, sobre un montón de heno dormitaban los perros que sobresaltados por su intrusión alzaron los ojos inquietos.

De pronto, un rumor a su espalda apenas audible casi la deja sin respiración.

La sensación fue como si una mano invisible de frío acero dejara helada su piel… Un escalofrío de pavor casi la paralizó, y fue consciente de ver la cara del miedo en aquella negra oscuridad…

Atropelladamente, dio media vuelta y salió del corral volviendo la cabeza como si  el mismo demonio la persiguiera. La distancia que la salvaba del cortijo le pareció interminable, entró corriendo como una posesa, atrancando la puerta a sus espaldas, jadeando. El terror que llevaba dentro le mordisqueaba hasta los huesos.

Permaneció allí, quieta, pegada a la puerta, las piernas le temblaban…oía el suspiro del viento alimentando aún más su miedo.

Maldijo mil veces a José María por no estar allí con ella.

Sentía su cabeza torpe en aquel momento, preguntándose qué demonios estaba ocurriendo…

Con los ojos muy abiertos y el rostro desencajado, miró a un lado y otro de la habitación, escuchando. Cada ruido se convertía en un tormento.

Vacilante, avanzó unos pasos y con estupor nota que la cazuela de barro en la que estaba haciendo el gazpacho, no está encima de la mesa donde la dejó al oír los golpes en la puerta.

Sus ojos estupefactos se clavan en  elalfeizar del ventanuco que hay a la derecha de la chimenea. Allí esta la cazuela – ¡No es posible! -se dijo. Retrocedió de un salto y casi cae al suelo al chocar con el gato blanco y negro que con el rabo erizado maulló lastimeramente.

Aterrada, conteniendo la respiración, escuchó como unos pasos se detienen al otro lado del portón.

- ¡Nati, abre la puerta que soy yo!- La voz de José María retumbó en sus oídos como una bendición del cielo.

Dando traspiés se lanzó a  descorrer el taco que atrancaba la puerta.

Con manos temblorosas y llorando a moco tendido se echó en sus brazos sintiendo el firme torso bajo su camisa.

- ¡Que puñetas pasa aquí! –Replicó José María preocupado viéndola en aquel estado de pánico.

 

 Ella, con palabras atropelladas le fue explicando lo ocurrido…

 

-¡Ay Nati, si ya te digo yo que pasas demasiado tiempo sola!, y el hallazgo  que encontramos en la alacena oculta, han alimentado tus asombrosas fantasías. - Le miró incrédula, dolida, con una extraña sensación de irrealidad...

 

Pero, ella sabía que el destino había hechizado su vida y lo ocurrido aquella noche, sólo era el comienzo de la historia.

 

Continuará…

 

Hogar del cortijo, en donde encontraron los legajos

 

 

 

Basar del cortijo Las salinas. 1898

 

 

 

 

EN EL AÑO DE LAS LUCES, CRUCES.

 

Capítulo 2

 

 

 ...Continuación

 

 

 

Aún pesaba el miedo en el aire de aquella madrugada. Natividad, dócil y un poco aturdida, con la cabeza gacha, se dejó llevar por José María hasta su habitación, bajó los dos escalones que la separaban de ella, despacio, arrastrando los pies…

José María retiró el cobertor que cubría el colchón de lana, deposito a Natividad en la cama con cuidado y la ayudó a desvestirse, dejándole sólo las enaguas de algodón. Se echó a su lado. Vio su pecho que subía y bajaba agitado. Ella se acurrucó al instante contra él, que le soltó las horquillas del moño y suavemente le posó la cabeza en la almohada. La rodeó con un brazo mirándola. Su pelo negro contrastaba con la palidez de su cara. Le perturbaba su contacto, ardía en su piel el deseo de protegerla, de amarla.

 

  –Se ha embrujao el cortijo -le dice ella mirándolo con aquellos ojos negros redondos y la tez muy pálida.

 

 –Chisssssssss, no tengas miedo, aquí no hay nada, ha sido un mal día, eso es todo. Falta  muy poco para que nazca el nene y estás nerviosa, - le responde él, abrazándola de nuevo.

 

 Ella respiraba ya un poco más suave. La sensación de aquel frío extraño que había sentido en el zaguán se iba alejando de su piel al contacto con los besos y la fuerza inflamada de José María. Ella se movía en sus brazos con los labios entreabiertos, las mejillas húmedas y ojos cerrados.

 

 La noche se hizo larga en el cortijo, llena de ruidos, de sueños agitados. A la mañana siguiente despertó un poco desorientada. Pensó en todo lo ocurrido la noche anterior.

Se encontraba sol. La huella aún caliente de su marido reposaba en la almohada. Miraba a su alrededor contemplando la estancia en penumbra.

Estaba amaneciendo, veía la claridad a través de la ventanilla.

Perezosa, se incorporó y se sentó en el borde del colchón, se sentía cansada. Palpó con los pies el suelo buscando las albarcas.

 

 -Que raro – pensó – juraría que anoche las dejé a los pies de la cama.

 

 Se levantó mirando a su alrededor para ver dónde podían estar, escudriñó en la penumbra sin encontrarlas. Dio unos pasos por la habitación. Su preñada redondez le hacía caminar despacio con las manos a los costados. Le dolía todo, pero debía darse prisa, José María ya habría ordeñado las cabras, y estaría preparando la lumbre para cocer la leche y hacer las migas con tocino antes de irse al campo, como cada mañana.

Se agachó con movimientos lentos para coger el orinal de porcelana. A  tientas lo encontró depositándolo a sus pies, se remangó la enagua y se sentó con fatiga abriendo las piernas. Mientras orinaba, miraba distraída al fondo debajo de la cama.

Un extraño olor a moho empezó a invadirla, tragó saliva varias veces sintiendo un leve estremecimiento. Empezó a temblar asustada por el miedo repentino que había subido hasta su pecho sacudiéndola. Allí, debajo de la cama, presentía que había algo.

Permaneció petrificada sobre el orinal, desconcertada y aturdida. En pocos segundos le vinieron a la mente algunos relatos que había oído en varias ocasiones cuando se reunían en la noche junto al fuego con los vecinos de los cortijos más cercanos a rajar aceitunas o pelar almendras y hablaban de martinicos,  de asombros, de brujas, de fantasmas.

Por momentos, siente como se va apoderando de ella esa emoción incontrolable del miedo en su garganta.

Haciendo un acopio de valor vuelve a extender el brazo y levanta el cobertor de borra, adentrando un poco la cabeza  para meter el orinal bajo la cama. Es entonces cuando se queda observando en la densa oscuridad, aquella sombra extraña y fantasmal que se movió bruscamente. Fue algo fugaz, un segundo, dos, diez; una eternidad para ella que se sentía clavada al suelo y sin poder moverse.

 

Todo ocurrió con una rapidez increíble. El orinal cayó de su mano, desparramando los fluidos por las frías losas de piedra.

Un gemido escapó de sus labios. El pavor que sintió fue tan atroz que en su afán de retroceder y salir corriendo, su cabeza fue a chocar con el travesaño de madera de la cama, abriéndole una gran brecha en la parte trasera de la cabeza. Se incorporó aturdida por el golpe, trastabillándose hacia atrás. Un hilillo de sangre le resbalaba por la nuca, pero ella ni se detuvo. Impulsada por el instinto de supervivencia y apretando los dientes, echó a correr descalza con las enaguas enredadas en sus piernas.

 

-¡Dios mió, Dios mió! -iba diciendo, subiendo de un salto los dos peldaños que la separaban de la puerta de la cocina.

 

Sin el menor pudor se plantó en mitad de la estancia chillando histérica. A José María, se le cayó de las manos la paleta con la que removía las migas y corrió hacia ella y le apretó fuertemente la cara con ambas manos, buscando sus ojos. Su semblante estaba descompuesto, extrañamente blanco.

 

-¡Ay,  Dios! ¿Qué puñetas te ha pasado? -le preguntó alarmado notando la sangre en su pelo enmarañado.

 

–Hay algo en nuestro cuarto –musitó, mirando con pavor a través de  la puerta entreabierta los dos escalones que seguían hasta su habitación.

 –Algo ¡hay algo aquí, en esta casa, lo he visto! –murmuraba Natividad con la cara desencajada en un hilillo de voz.

 

Intentando calmarla, José María la sentó en la mecedora, al lado de la chimenea, y le alargó el porrón para que tomara un poco de agua.

Tan asustada estaba, que los dientes le castañeaban contra el barro del botijo.

 

 -¿A quien has visto? –le dice él bastante preocupado de verla con el rostro tan pálido que parecía un cadáver y temblando inconteniblemente.

 

 

- ¿Dime Nati, qué  has visto?

 

- José María, esta casa está embrujá  ¡Hay algo malo! –seguía diciendo casi en un grito. -¡Hay algo malo! – repetía una y otra vez, con ojos febriles.

 

 

En aquel momento aparece María, la mayor de sus hijas. Una joven, de casi veinte años, de tez muy clara, el cabello negro, muy largo y espeso. No era demasiado alta, tenía grandes ojos castaños, las líneas de su figura eran suaves, sus senos se agitaban firmes, y su mirada era desenvuelta y vivaracha.

Apareció en la cocina con la pequeña Victoriana de la mano. Las dos iban descalzas frotándose los ojos y dando tiritones de frío.

 

-¡Dios mío, mamá!.. ¿Qué ocurre? -le dice -he sentido gritos y la nena se ha despertado.

 

-¡Nada! - se apresuró a decir Natividad cogiendo a la pequeña en brazos y apretando su cuerpecito fuertemente contra su pecho -¿Qué hacéis descalzas? ¡Esta mañana hace un frío de mil demonios!

 

 -Mamá, -le dice María - he buscado las albarcas y no las he encontrado. Tampoco encuentro la liendrera ni el pedazo de jabón para lavarnos la cara y estoy segura de que anoche estaba al lado de la zafa.

 

 De pronto María apreció, horrorizada, la sangre en el pelo de su madre.

 

-Mamá ¡tienes sangre!  - gritó con asombrosa y violenta excitación…

 

 Natividad se vuelve de nuevo clavando su mirada en los ojos de José María, que se limita a asentir con la cabeza.

 

 –Hija, -le dice Natividad -no quiero que te asustes, pero me ha ocurrido algo, algo raro… que no sé ni cómo explicarlo. Desde aquella noche que encontramos esos papelajos en la alacena oculta, aquí hay lo que sea; asombros, martinicos, o qué sé yo, quizá sea sólo mi cabeza que se ha trastornado. No sé qué está pasando, pero estoy muy asustada. Tu padre y yo hemos pensado que el cura de Alcaudete, en cuanto venga a decir otra misa a la ermita San Antonio, en el cortijo Los Romeros, le eche un vistazo a lo que encontramos.

 

Mientras Natividad le refería todo lo sucedido, María la escuchaba boquiabierta. Poco a poco fue retrocediendo pegándose a la pared,sus ojos parecían los de un corderillo asustado.

 

 Un fuerte olor a quemado interrumpió la conversación. José María fue hasta la chimenea donde las migas se habían pegado completamente.

 

-¡Me cago en mi estampa!  -dijo él -están inservibles. María, prepara la capacha, ya comeremos en el tajo, y aligera que van a llegar los jornalerosy estamos aquí, perdiendo el tiempo en tonterías. Los asombros no existen.

 

Mientras, María, amedrentada, ni siquiera se movió. Natividad se acercó a ella pasándole un brazo por los hombros. La pequeña Victoriana  aún colgaba de su cuello.

 

 

-Vamos María -le dijo  -tu padre tiene razón, no hay que darle más vueltas. Quizá, lo que me ha pasado haya sido una jugarreta de mi cabeza, me siento muy sensible y rara estos días.

 

-Pero, mamá - dice María - no es tú cabeza. A mí también me ocurre algo que me da mucho miedo. A veces, en mi cuarto, se me ponen los pelos de punta cuando noto cómo un frío,que me muerde el cuello. Siento que no estoy sola, pero vuelvo la cabeza y no hay nada. Mamá, se me  pierden cosas y las encuentro en el sitio que menos espero, y yo sé que no las he puesto ahí. Al principio pensé que era el neneJosé el que las escondía, o Nicolás, o Doroteo, o Pedro, pero no es así, porque a ellos también se les pierden. Hasta han llegado a pelearse por ello.

 

 -¡Todo eso son pamplinas! -dice José María -así que ¡arreando, tenemos mucha faena por delante!

 

Bruscamente dio media vuelta y a grandes zancadas atravesó el patio. Salió a la calle taciturno. En su ánimo había empezado a discurrir la duda. Realmente era todo tan extraño.

 

La noche se colaba por los pequeños ventanucos del cortijo y fuera hacía frío. José María llegó a casa con José y Nicolás, dos de sus hijos mayores, después de la larga jornada de trabajo en el Haza Colorá.

Con las manos entumecidas se dirigió al zaguán para dejar las varas, las espuertas, y demás arreos de la aceituna. Oleadas de aire helado acompañado de broza sacudían el cabello de José María. Atravesó la vereílla y llegó hasta la puerta del zaguán donde descorrió el cerrojo como pudo. Cuando entró, recibió una bocanada de aire más helado aún del que le había envuelto desde fuera. La oscuridad era absoluta y el fuerte viento formaba todo tipo de ruidos allí dentro. José María no pudo evitar traer  a la mente los inexplicables sucesos que habían acontecido en aquel lugar la alborada anterior.

 Era un hombre que, bien por prudencia, o bien por miedo, siempre se había mostrado incrédulo ante las historias de viejas que se contaban desde tiempos remotos. Sin embargo en esta ocasión era diferente. Había algo allí. Él lo sentía. Y sabía que no era necesario más. Cuando la imaginación se desata, todo es una representación ficticia  de la mente, pero el sentimiento de terror que se apoderó de él en aquel instante le paralizó. Ya no importaban sus principios racionalistas ni su condición de hombre valiente. Sus pensamientos le hacían sumiso de su propio terror.

Fueron apenas unos segundos en los que José María se quedó mirando la entrada del zaguán a la oscuridad, a la nada. La noche era cerrada y ni siquiera un rayito de luna le dejaba entrever lo que tenía enfrente.

 

De pronto, José María, en un movimiento violento, alargo la mano hasta la taca para  coger una cerilla y encender el candil que siempre dejaba a la entrada. El pavor crecía al pasar por su mente la posibilidad de que en el intento de alcanzar el candilejo, su mano pudiera chocar contra algo que no debiera estar allí. Tal vez contra alguien.

 

A tientas, dio con las cerillas, agarró con fuerza el candil y salió fuera encendiéndolo como pudo dificultado por el oleaje nocturno. Se dirigió de nuevo adentro con la certeza  de que ya había pasado aquel momento de estupidez, sembrado por las fantasías de su esposa.

Miró con cautela, y todo estaba como debiera estar, cada cosa en su sitio, como siempre. Sólo el frío, el terrible frío que hacia allí dentro aquella noche era inusual. De nuevo, volvió a sentir el miedo de antes. Ahora, ya en el centro de la habitación, la luz del candil proyectaba sombras. Por un instante se le pasó por la cabeza la posibilidad de que la puerta se cerrase en cualquier momento y él quedase allí, sol

Una sensación de temor le dominó. Verdaderamente espantado, dio un paso atrás tropezando con el aparejo de la burra y cayó sobre el suelo. Su corazón latía violento. Se levantó como pudo y salió disparado.

Corría cortando el aire gimiente en la noche hasta que llegó al portón de la entrada al cortijo. Se paró un segundo antes de aporrear la puerta, recobrando el aliento y la serenidad. Al ver a su hija María, intentó como pudo disimular la angustia y el pavor que llevaba dentro.

 

Aquella noche,  José María cayó en la cama agotado por la jornada en el campo y por la terrible sensación de miedo que había tenido en el zaguán. Se sentía tan cansado que no tardó en dormirse. El frío le despertó de madrugada. El oleaje continuaba fuera levantando consigo todo cuanto había en el suelo: hojas secas, ramas. Intentó dormirse de nuevo pero fue imposible. Así que permaneció en la cama oyendo el ulular del viento pendiente del ventanuco que parecía como si fuera a abrirse  de par en paren cualquier momento.

A su mente llegó la estremecedora sensación que le había asaltado en el zaguán. Intentó no pensar en ello y procuró dirigir sus pensamientos a otras cosas. Llevaba un rato divagando cuando un ruido le alarmó. No era el continuo choque del viento sobre el ventano que llevaba oyendo desde que cayó la noche. Era un ruido diferente, parecía venir de la cámara donde colgaban los embutidos de la matanza. Era un sonido lejano que se elevaba poco a poco sintiéndolo cada vez más cerca. Parecía, parecía como si alguien arañase las paredes. Se quedó en la cama pensando que el silencio de la madrugada aumentaba la intensidad de cualquier ruido. O tal vez, que posiblemente se hubiera descolgado algo afuera que golpeara contra los machones del cortijo.

Al rato, un golpe, esta vez muy fuerte, sacudió el techo e hizo temblar las paredes del cuarto. A José María se le subió el estomago hasta la boca, le ardía el cuerpo del sobresalto, le inundó el terror. No se movió. Agudizó el oído. No tenía duda, el golpe llegó de la estancia ubicada justo encima de sus cabezas, y no era la cámara de la matanza, era la cámara de al lado donde dormían Gumersinda y Pilar. Con la angustia en la boca saltaron los dos de la cama. José María alargó, con temor y desconcierto, la mano para encender la mecha del candil.

 

-¿Qué ha sido eso? – dijo Natividad entre susurros pero visiblemente alterada.

 

Seguidamente oyeron pasos acelerados que bajaban la escalera y corrían hasta el cuarto donde ellos se encontraban. Se abre la puerta violentamente y, despavoridas, entraron en tromba Pilar y Gumersinda lanzando gritos agudos y llorando a lágrima viva.

 

 -¡Papá, mamá! –dice Gumersinda echándose en sus brazos temblando y muerta de miedo  -no podíamos dormir por los ruidos del viento, y le estaba diciendo a Pilar que yo no creo en fantasmas ni en esas cosas raras, que tenía que verlo para creerlo. Y en ese momento sentimos pasos que se acercaban muy despacio, arrastrándose, y oímos que alguien lloraba y rasguñabala pared donde están las trojes del trigo. Y de repente, un porrazo, seco ¡horrible!, descargó sobre el arca que hay a los pies de nuestra cama. ¡Estamos muy asustadas, papá! Todo estaba muy oscuro y no hemos visto nada.

 

 

 –Vamos, vamos, mis niñas, mis mocitas - José María intentaba relajar la situación y a sí mismo, autoconvenciéndose de que sólo habría sido el zumbido del viento tan fuerte esa noche, que en la soledad de estos montes, su murmullo parecía llanto.

 

 

Sin embargo un sudor helado iba apoderándose de su piel y nublando  sus ojos que seguían clavados en la puerta entreabierta por donde, al instante, se colaron el resto de los chiquillos gimiendo aterrorizados y subyugados por el espantoso golpe que a todos, sin excepción, les había despertado.

 

Pasaron horas interminables. Toda una noche que se les hizo endiabladamente larga, con el corazón oprimido por un temor que no tenia explicación, mirando el techo de cañizo y de vigas retorcidas en aquel silencio, en aquel profundo y maldito silencio de la madrugada, de ruidos extraños, de rumores, de pasos, de pies que se arrastran, haciendo crujir el artesonado en un ir y venir de una danza macabra.

 

 Acurrucados unos con otros permanecieron inmóviles toda la noche, hasta que el sueño y el agotamiento los venció.

 

 Amaneció al fin. Jirones furtivos de luz pálida se colaban por las rendijas del ventanuco.

El cielo seguía ensombrecido. Hacía mucho frío, un frío silencioso, maligno, que vagaba al acecho alrededor del cortijo, como una pesadilla invisible y monstruosa que parecía no terminar.

 

Continuará…

 

 

 

 

 

 

 

 

 

El camarote en donde dormían algunos de los niños en aquellos tiempos.

 

 

 

 

 

EN EL AÑO DE LAS LUCES, CRUCES.

 

Capítulo 3

 

...Continuación

 

 

 

      Sabariego tenía un pasado preñado de historia. Esta historia despertó en el cortijo “Las Salinas” y desde aquel momento un siniestro fluido impregnó las vísceras de aquellas paredes en una inquietud inexplicable.

 

 

 

A veces ocurría que el más absoluto silencio de la noche era roto por rumores de pasos espeluznantes, pasos que siempre terminaban, como si de un ritual se tratase, golpeando con imaginativas alpargatas el tabique de la cabecera del catre donde dormían. José María o Natividad, con manos aceleradas, encendían el candil y allí no había más que sombras intangibles que se proyectaban en el techo, un frío que les helaba la sangre y miedo, un miedo hacia algo sobrehumano que se les iba incubando en la soledad de aquellos parajes.

 

En el cortijo, la alegría, se volvió mohína, silenciosa, atenta a cualquier posible sobresalto. Un mundo invisible de fenómenos esporádicos palpitaba a su lado, una fuerza desconocida que aparecía y desaparecía súbitamente: duendes, martinicos… La pesadilla que los hostigaba, era algo sin sentido.

De pronto, el dios del misterio, o lo que fuese, se esfumó durante un tiempo volviendo todo la normalidad.

 

La nochebuena llegaba con alborozo pues la suerte había sonreído a Natividad en un boleto cuando se acercó al pueblo de Alcaudete a comprar unas varas de tela en la tienda de Pablo Salido Toro, para hacerles ropa a los chiquillos: en la papeleta les tocó una máquina de coser que ayudó a Natividad en la confección de las ropillas.

En tales fechas se animaron las labores en la casa de labranza y se renovaron los olores: los polvorones, las tortas de manteca, los roscos de aguardiente, las visitas de familiares y las murgas de adolescentes aldeanos desgañitándose en villancicos hicieron que la familia  levantara su apagado y huidizo ánimo.

 

También por aquellos días Don Luis herrera, dueño de aquellos predios, junto a su hija Cristobalina, se había desplazado a caballo desde Alcaudete hasta “Las Salinas” para felicitarles la Navidad y  ajustar cuentas con José María sobre la renta anual establecida.

 

Luego el paso de los meses, extendió sobre la familia de campesinos un velo de paz, de sosiego; las labores recuperaron su normal cotidianidad.

 

Un maestro de Campo Nubes llamado Pepe Marín, se allegaba cada semana por los cortijos enseñando a leer y a escribir. José, Gumersinda, Nati y Pedro aprendieron a dar voz a las letras y valor a los números. A Nicolás, Pilar y Doroteo les costaba entrar en vereda, parecían rabos de lagartijas pues se pasaban el día jugando con el tirachinas, cuidando pavos y cazando ranas en el arroyo de de "Las Cañaíllas" donde llevaban a abrevar a las bestias, o corriendo entre matorrales detrás de algún huidizo perdigón, cuando no descalabrándose unos a otros. María, la mayor de las hermanas, dedicaba gran parte de su tiempo ayudando a su madre, cuidando de los hermanillos más pequeños y lavando la ropa en  el barranco "La Noguera" encontrándose éste a escasos metros del río San Juan; en la vida de María no había lugar para la lectura pero, mientras faenaba en la casa con la pequeña Victoriana colgada de sus faldas, ensoñaba bellas poesías que guardaba en su memoria.

 

Llegó la primavera, el sol renovado se asentó en el cortijo templando la piel de sus moradores. El trabajo no descansaba.

 

Una buena mañana los montes de San Pedro amanecieron envueltos en niebla: José, acompañado de sus hermanos Pedro y Doroteo, más pequeños, a lomos de la burra, se dirigió hacia la torre "La Harina". En la áspera tierra de sus alrededores ya crecían en abundancia los almirones y las carrihuelas, manjares exquisitos para los conejos del cortijo. Apeados, entre todos, echaban también al serón de la burra, hierbas comestibles como la lenguaza, macuca, rúcula, maleza, ajo porro, morrino, pamplina de agua, colleja, achicoria…, que todo sería bien recibido en aquel cortijo con tantas y tan dispuestas bocas.

 

Más poco duraría el sosiego. Aquella misma noche, pese al calor, gemía el viento, y una corriente de aire atravesaba toda la casa. Se acostaron. A altas horas de la madrugada José María se despertó bruscamente al oír un ruido extraño. Premioso se vistió el calzón y la camisa, y con mucha cautela se situó detrás del portón que accedía al patio interior desde la cocina, y aplicó la oreja. De nuevo se reanudaron los sonidos. José María murmuró gruñendo para sí:

 

-¡Maldita sea mi estampa, qué poco ánimo tengo!

 

Con el semblante lívido, sacando fuerza de flaqueza descorrió el taco y abrió la puerta bruscamente, con rabia, empuñando la escopeta, decidido a disparar contra lo que fuere.  Su voz restalló en la noche como un latigazo:

 

-¡Si hay alguien ahí, será mejor que se vaya o le pego un tiro que le hará arder como una tea!

 

Salió. No había otra cosa que tiniebla y silencio. De pronto, con gran estrépito, el portón se cerró a su espalda. Volvió el silencio. Entonces José María creyó oír un piar de pollos pequeños. Quedó inmóvil, perplejo. En aquellos días no había ninguna nidada en el cortijo. Se giró lentamente, miró con pasmo a su alrededor. El bullebulle no cesaba. Con los dientes apretados, cavilaba al tiempo que le abandonaba el sentido de la realidad, el sudor le corría por la frente. Le sobresaltó otro golpe espantoso, los postigos del ventanuco de la cocina se abatieron furiosos, y una fuerza desconocida tornó el portón con violencia. José María abrió la boca sin que de ella emanara voz alguna a la par que clavaba, atónito, sus desorbitados ojos en el oscuro hueco que mostró la puerta: una tenue luz iluminaba las cantareras que había empotradas en la pared frente a la entrada; por el hueco de una de ellas, sorprendentemente, comenzaron a salir ratas que chillaban simulando el piar de los pollos y que corrían despavoridas colándose entre sus pies descalzos perdiéndose en la oscuridad.

 

A José María le temblaban las rodillas de tal forma que a duras penas podía mantenerse firme. Aturdido, se creyó preso de una alucinación, tenía los músculos rígidos, como un niño ante la acometida de un monstruo. Desencajado, exclamó iracundo, como un poseso:

 

-¿Pero qué puñetas es esto?  ¿Qué mal fario ha entrado en esta casa?

 

Y descerrajó dos tiros al aire que resonaron siniestros en la noche. Como respuesta, solo un espantado batir de alas que anidaban en los olivos y el ladrido sobresaltado de los perros. Al momento apareció Natividad en el umbral de la puerta, con el candil en la mano, muy alterada, seguida de todos sus vástagos.

 

-¿Qué ocurre? Por Dios, José María, ¿Qué han sido esos tiros?, interrogaba angustiada.

 

Cómo podría explicar su espanto, se decía José María, ahora que todo había pasado.

 

-He oído jaleo –respondió- y me he barruntado que alguien nos pudiera estar robando el grano; pero ha podido ser cualquier cosa porque no he visto nada, quizá algún zorro acechando las gallinas. Venga, id a dormir que esta noche no está el horno para bollos.

 

-¡Papá! –le gritaron José y Nicolás, traspuestos –Papá, no trates de engañarnos que no somos folitracos; la mentira tiene los pies muy cortos, sabemos que en nuestra casa ha entrado el cenizo, y estamos penando como aparecidos.

 

-¡Y vuelta la burra al trigo! – dijo, tratando de amainar –No seáis tan sabihondos. ¡Hala, todos al camastro! Y punto en boca esta noche que mañana ya hablaremos.

 

Dando un bufido, dieron media vuelta y subieron la escalera rumiando el desasosiego ya inoculado en sus mentes morbosas.

 

-Ni por las bravas ni por las buenas vas a conseguir que se  traguen el cuento, ya no son tan niños, le reprochó Natividad al quedarse a solas.

 

José María se abrazó a su esposa mientras le contaba, angustiado, lo ocurrido.

 

-Nati, estoy amedrentado, por más que me devano los sesos no encuentro ni una miaja de entendimiento y me siento completamente a oscuras.

 

-¡Ay, madre mía! –exclamó Natividad -¡Ay, nene! tengo mucho miedo, pero es menester atarse un creo en la lengua, pues si contamos esto será el acabose, nos tomarán por locos.

 

Mirando a cada instante por encima de su hombro, entraron de nuevo en la casa cerrándola a cal y canto. Inmersos en sombrías elucubraciones se dirigieron a su cuarto dispuestos a intentar dormir un rato antes de que amaneciera. Cuál sería su sorpresa cuando al entrar en su habitación observaron, lívidos, cómo el arca y los cajones de la cómoda estaban abiertos y la ropa esparcida por el suelo. Sin causa aparente, la luz del candil comenzó a parpadear. Una sacudida nerviosa los envolvió. Pasmados contemplaron cómo surgía de la desconchada pared un extraño asombro, una extraña figura…

 

Continuará...

 

 

 

 

 

 

Las fotos de los nueve niños, ya adultos, nacidos en el cortijo Las Salinas, que se han podido conservar.

 

 

 

 

 

EN EL AÑO DE LAS LUCES, CRUCES.

 

Capítulo 4

 

...Continuación

 

 

…¡Dios nos ampare!, exclamó José María con la sensación de que le iban a estallar los pulmones y salir de sus órbitas los ojos.

 

Poco a poco fue tomando forma el bulto de una joven colgada de una viga con una soga alrededor del cuello, el rostro totalmente desfigurado en un rictus grotesco, a la par que le castañeteaban los dientes emitiendo un ruido espantoso.

 

Mientras aquella pavorosa aparición se balanceaba, un crujido de la madera estremeció hasta los huesos a Natividad y a José María que sentían, en aquel misterio, ser testigos de una tragedia encadenada al tiempo.

 

Fueron unos segundos los que quedaron inmóviles, mudos de horror, pasmados, eran incapaces de dejar de mirar aquella espeluznante escena que se iba desvaneciendo entre hilachos de niebla...

 

A la mortecina luz del candil que temblaba en sus manos, fueron retrocediendo, muy asustados, hasta la puerta. Natividad se abrazaba a sí misma, sus manos como garras y sus ojos, enfebrecidos por el miedo, miraban el aposento en el que ya no había ropa por el suelo, ni cajones abiertos, ni fantasma alguno colgado. Sintió que la sangre no le llegaba a la cabeza, y, temiendo caerse, se agarró a la camisa de su marido, que tan lívido como ella la sujetó y, dando trompicones, llegaron al pie de la escalera donde, extenuados, se dejaron caer.

 

 

 

Sumidos en un silencio total, se miraban, incrédulos, meditabundos. Al fin, José María, adivinando el infierno en la cara de la mujer, murmuró bajito, con un arrojo más que fingido:

 

 

 

  - Nati, ata en corto todo eso que te bulle en la cabeza, que esto no tiene razón de ser. Si no, al tiempo.

 

 

 

Ella le miraba alucinada. No podía comprender que aquel compendio de extraños sucesos que venían aconteciendo desde hacía una larga temporada fuera cosa de su mente: los diferentes objetos que se desplazaban de un lado para otro de la casa, los ruidos extraños, los susurros jadeantes murmurando su nombre, aquel desagradable y penetrante olor a moho que se notaba al entrar en su cuarto y la horripilante escena que acababan de sufrir, los dos, a un tiempo.

 

 

 

  -Mira, Nati, -continuaba él- a mí me ha entrado un canguelo que se me ha quebrado hasta el resuello; pero por si acaso esto tuviera un sentido, mañana me llegaré a Sabariego, hasta la taberna de La Paquilla, para aviar un poco el cortijo y compraré muchas velas. Pondremos una cruz y luces en esa alacena maldita y, más pronto que tarde, tenemos que tirar esos papelajos al río. Dicen que el agua se lleva todo lo malo -continuaba José María con su erre que erre.

 

 

 

 - ¡Nene, estás cegato! ¿No quieres ver lo que está pasando?Tentá estoy de que cojamos los bártulos e irnos ahora mismo de aquí. Estoy segura de que, hace tiempo, en esta casona ocurrió algo que ni imaginamos. ¿Es que no oyes los suspiros de la casa?

 

 

 

 - No me frías la sangre, Nati, que parece que se nos ha volteadola cabeza -exclamó él, mientras ella se vaciaba en lágrimas-.¿Dónde quieres que vayamos? Si dejamos esta tierra de Don Luis tendremos que empezar de nuevo y ya  nunca será como ahora. Yo también estoy soliviantao ante tanto sinsentido, pero no tendremos suficientes dineros hasta que cojamos la cosecha. Así que nos espera un trabajo de cojones ¡Sé valiente mujer y no te achantes ahora que muy malamente hemos catao la amargura del miedo.

 

En ese preciso instante se oyó, fuera del cortijo, un gran estrépito. Los perros, más que ladrar, aullaban frenéticos, y los bueyes parecían haberse vuelto locos. Mil ruidos mezclados en un horrible concierto rompieron el silencio, una vez más, aquella madrugada.

 

 

 

 - ¡Cielo Santo!, -clamó José María.

 

 

Y, corriendo, salió, escopeta en mano, a la calle, esperando encontrarse, a juzgar por todo cuanto se escuchaba, con una estampida en los corrales. Mas cuál fue su sorpresa al llegar y ver una calma total. Ambos se miraron. Le había seguido Natividad, más asustada que él, si cabe, sujetándose, con manos y brazos, la abultada barriga.

 

 

-Soseguémonos, Nati. Ojalá Dios ponga orden en nuestra cabeza, suspiró el marido echándole un brazo por los hombros a su mujer para volver a la casa.

 

 

 

El alba ahogó, con su primera luz, la lúgubre noche de insomnio.

 

 

 

Aquella misma mañana, al despertarse, Natividad comenzó a sentirse indispuesta. José María supo que algo no iba bien, notaba en la piel de su mujer un sudor helado. La miró, una palidez mortal cubría su rostro y le temblaban las manos.

 

 

-No puede ser -se dijo-, aún no ha salido de cuentas.

 

 

No obstante, temiendo un parto prematuro, armándose de coraje, reunió a todos los hijos y les distribuyó las labores de forma que permaneciesen alejados del cortijo durante toda la mañana. Solo María, la mayor, permaneció al lado de su madre.

 

 

Una certeza acometió a Natividad al sentir un líquido viscoso deslizándose entre sus muslos. En sus carnes comenzó a notar ese dolor tan amargo que ella conocía bien. Aún no se había producido el cambio de luna, le faltaba un tiempo, pero el bebé venía con premura envuelto en agudos retortijones. Y sus gritos cortaron el aire cuando el dolor parecía partirle el vientre en dos. Lágrimas crueles se agitaban en sus párpados. Empujada por el intenso dolor, se puso de cuclillas y, clavando las uñas en el suelo, empujó con todas sus fuerzas... María lloraba y rezaba, sobrecogida, sin saber qué hacer.

 

 

-Déjate de rezos y letanías, y pon agua a hervir, ¡apresúrate!, - le urgió su padre.

 

 

Mas nada pudo hacerse por la vida de aquel diminuto ser que venía anticipado y con el cordón umbilical al cuello.

 

Natividad, en su delirio, pegaba su cara una y otra vez al cuerpecito inerte, completamente amoratado y envuelto en sangre, que yacía en sus brazos.

 

 

 

Se encontraban demasiado agotados como para soportar un entierro para el que había que atravesar el río por el molino El Moro y cruzar, campo a través, el monte Las Cabreras hasta el cementerio de Santa Catalina, en el pueblo cercano de Alcaudete, donde habría que darle cristiana sepultura.

 

A pesar e sus creencias religiosas y supersticiones, José María, después de meditarlo mucho, tomó una terrible decisión y no vaciló en arrancar al pequeño de los brazos de su madre. Envolvió el cadáver en un trozo de lienzo blanco y lo depositó en una caja de zapatos. Luego se dirigió a las cuadras desoyendo la angustia y la amargura de su mujer y de su hija María. Él también lloraba atormentado por lo que estaba haciendo pero, aún así, enterró al pequeño en el suelo del tinado de los bueyes.

A María le dejó claro que todo aquello debía quedar en secreto, sellado en su boca para siempre con el miedo a la ciega justicia. Pero tanto desatino perseguiría alma de este ofuscado hombre durante toda su vida.

 

 

Sobre el medio día llegaron sus hijos. El padre les explicó, sin detenerse en detalles, lo ocurrido: que el bebé aún no estaba formado, que con tantos disgustos se había malogrado. Omitió decirles cómo y dónde lo había enterrado para no alimentar más sus adolescentes fantasías.

 

 

 

Anochecía. Natividad, absorta, miraba hacia el horizonte a través del ventanuco de la cocina. Un vientecillo suave le acariciaba el rostro.

 

-Dicen que cuando sopla el aire al caer la noche, sonlas almas de los muertos quelloran, como mi bebé -balbuceó al tiempo que su pecho palpitaba tristeza y se cogía la cara con ambas manos, perdida, suspensa en la nada-.

 

 

Pasaba el tiempo y el miedo seguía agazapado en sus mentes: el llanto de un bebé irrumpía en el silencio cada noche hurtándoles el poco ánimo que les quedaba.

 

Ni con las velas ni con las cruces que compraron en la taberna La Paquilla, pudieron soportar aquel horror.

 

A cuestas con sus enseres y con sus recuerdos, con su profundo secreto, dejaron el cortijo arrendado de Las Salinas y se fueron a vivir a otro, Los García. Allá, muy atrás, lejos quedaron ilusiones, sueños y toda una vida en la que, a su modo, habían sido felices hasta que cambió su destino cuando descubrieron los papelajos aquellos sembrados de sentencias como la que rezaba "En el año de las luces, cruces"

 

Y Las Salinas fue habitado por nuevos inquilinos sin que nada se supiera de misterios y fantasmas. Con el tiempo y los cambios sociales, el cortijo fue deshabitado y dejado al abandono.

 

Hoy, en los tiempos que corren, la memoria de José María Bermúdez García, de Natividad Zuheros Ruiz,mis bisabuelos, y de María Bermúdez Zuheros, mi querida abuela, no es más que una historia anidada en las tierras de esta otra Andalucía, que podemos llamar, profunda.

 

 

 

 Agosto del año 2009.

 

 

 

... Entre vino y vino, observaba el asombro en los rostros de mis interlocutores, Steven y Steffi, a medida que Fran, la chica que les acompañaba, traducía la historia que yo les iba relatando. Me manifestaron que se sentían desconcertados al mismo tiempo que fascinados porque, desde que llegaron a aquella casa de campo, ellos mismos habían sido testigos de episodios inexplicables, similares a los que acababan de oír de mi boca.

 

Les mostré una fotografía ya antigua en la que aparecen mi abuela María acompañada de su marido, mi abuelo Antoñolín, mi tía Araceli y mi propia madre, Natividad, Nati como su abuela, quien agarraba en sus brazos un gatito blanco y negro. Al ver el animal, los ingleses se quedaron atónitos y, atropelladamente, hablaban de que cuando llegaron al cortijo, se encontraron con un gato de similares características, abandonado, al parecer, y lo adoptaron de inmediato como su mascota.

 

En su agitación, desbordados, continuaron relatándome que el suceso que más les había sugestionado era el de Blanca y Jaime, un joven matrimonio con un precioso bebé. Habían llegado a Las Salinas y dos días más tarde, Jaime, por motivos inesperados, tuvo que volver ineludiblemente a la ciudad. Llegó la noche. Blanca dormía plácidamente con el bebé en su cuna. De pronto se despertó sobresaltada por el llanto desesperado de un niño. Se incorporó de un salto, comprobó que su pequeño reposaba dulcemente en su lecho. Sin embargo, otro niño pequeño lloraba en la profundidad de aquel silencio.

 

La historia de sucesos extraños se repite. Después de un siglo, vuelve de nuevo el pasado, ese humo de leyenda y misterio que siempre ha envuelto el cortijo Las Salinas.

 

 

... Y es que, hoy, el cortijo, rescatado de su desolación por el ojo virgiliano de un matrimonio inglés, florece, espléndido, en el acompañamiento del paisaje que lo envuelve, como casa rural de exquisito encanto andaluz, con fantasma incluido, a la más rancia tradición inglesa.

 

 

 

 

Fin

                                                                        Anif Larom.

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