LA CAZA DEL BANDOLERO

 

LA CAZA DEL HOMBRE.

El hambre y el frío calaban hondo sobre el cansancio sumergido en sus huesos debido a los días y a las noches que llevaba huyendo, ocultándose en las grutas de la sierra, al acecho de la tibieza interior de los aislados cortijos, al olor a pan, a café, a un humeante potaje de habichuelas… Ni sabía el tiempo que no rebullía en el calor de un colchón de lana, entre sábanas blancas, al olor de jazmín de una mujer… Perdido en sus pensamientos, aquella madrugada de enero muy  próxima al primer indefinido tono de luz, para templar la dureza del invierno pegada a su piel, alimentó el cenizo rescoldo con unos manojos de esparto húmedo, imperdonable descuido. La momentánea humareda delató su presencia en la barranca.

Su vida siempre fue una marea de sufrimiento, un ir y venir de infelicidad, una realidad triste e injusta.Siendo apenas un muchacho, asesinaron a su padre y violaron a su madre. Tras esta aciaga infancia y pubertad, su juventud tejió un horizonte de barrotes en la romería de una aldea cercana, en un duelo de navajas por el amor de una jovencita. Unas cuantas puñaladas en el pecho de su rival le echaron al monte, convertido en forajido para escapar de la horca. Fueron los primeros pasos en el más duro y cruel aprendizaje de un hombre que no tardaría en convertirse en leyenda: la leyenda del “Tempranillo” un célebre bandolero rebelde y astuto que ocuparía su lugar en la historia de una ciega Andalucía domesticada por el hambre al auspicio de caciques y asolada por el autoritarismo real.

En la profunda  garganta a la que llamaban “El Barranco de la Bruja”, aquel maldito agujero, en los alrededores de Zamoranos, no muy lejos del pueblo de Alcaudete, agazapado, muy pendiente a las voces del viento, se sentía cogido como una bestia. Peinaba el hondón un frente de uniformes azules y botas negras. Ya le pisaban los talones. Como alma que lleva el diablo, puso los pies en polvorosa trepando por el terraplén, arañando la tierra con sus uñas, agarrándose a desabridas retamas, alcaparras,espartales, a espinosos majoletos, insensible en su loca ansiedad por alcanzar la cima de aquel barranco endemoniado que se había convertido en ratonera. Las huellas de sus polainas de cuero se iban grabando en la fuerte helada que tendía, impasible, delatora, la noche que se iba.

Mientras burlaba y se alejaba del borde del precipicio, sentía que la muerte le iba a sorprender con un tiro en la espalda. Mas el discernimiento le hizo comprender la realidad, y una sola desesperada intuición ocupaba su mente:

            - Pronto me darán alcance.

Se aventuró a detener un punto su espantada para recuperar resuello. Alzó la frente y vislumbró, a contra luz, el gris amanecer sobre los picos de la oscura serranía, la frontera, ya inalcanzable, de su libertad. Sufrió el aire gélido aguijoneando sus mejillas y, entre el vaho de su jadeante respiración, se le fue un suspiro de desaliento. Pero sintió las voces y las pisadas de los uniformes cada vez más cerca, y no supo si tenía mayor pánico a las balas o a la soga, en caso de que le apresaran los migueletes.

          – El gobernador de Sevilla aún tendrá la cara avinagrada al saber  que yo, solito, asalté la diligencia llevándome su precioso botín de papel.

Mientras en su fuero interno así se vengaba, llamó la atención del fugitivo, borrando la media mueca de su última sonrisa, una espiral de humo en medio del negro olivar: el cortijo de “Los Ramírez”. Agilizó sus piernas y pronto se encontró aporreando el portón con fuerza, sin misericordia.

Se entreabrió la cancela. A la pobre luz de un tembloroso candil asomaron los rostros de una pareja de ancianos, marido y mujer, sorprendidos e intimidados ante tales exigentes maneras, y, ahora, aterrados por el aspecto del intemperado visitante desarrapado, con sangre en sus manos y en su ropa.

 _ ¡Por lo que más quieran, déjenme entrar, van a matarme!

De un empellón apartó al paralizado matrimonio colándose en el patio; de dos zancadas alcanzó la casa y, sin proponérselo, se encontró en la cocina, al resplandor de las ascuas que ardían en el fogón, pudo apreciar sobre una mesa masa trajinada, lista para hornearse en pan…

En unos instantes llegaron, como una jauría ávida tras su presa, los hombres uniformados. El coro de voces desabridas terminó de congelar a los campesinos, con las manos alzadas y echados a un lado, mientras la soldadesca no dejaba títere con cabeza, revolviéndolo todo. El bandolero ya había trepado escaleras arriba buscando una salida pero el capitán del cuerpo, en dos zancadas, alcanzó el camarote por donde el malhechor, izado en el alfeizar del ventanuco, pretendía saltar.

_ ¡Ríndete o disparo!, le espetó el militar con el fusilen alto.

La angustia febril del facineroso, poco más que un muchacho, se delataba en el sudor que le corría por debajo del anudado pañuelo a su frente.

 _ ¡Que te bajes de la ventana, coño! , de nuevo le gritó el soldado apuntándole con su arma.

Con las manos en la nuca, aquel desaforado joven, moreno, de enloquecidos ojos grises, comenzó a despachar.

 _ Muy temprano, apenas arrojado a la vida, me vi impelido a empuñar un arma y maté a un hombre. Desde entonces la sierra es mi hogar y la muerte mi compañera. De rendirme, sé que me espera la horca.

Los dos se desafiaron con valor y complicidad disimulada. El bandolero añadió resuelto:

 _ ¡Si me quieres preso, tendrás que matarme!

Sabiendo que había una justicia turbia para juzgar la culpabilidad o inocencia de este salteador de caminos en aquella tierra tan abundante en gentes humilladas por la hambruna, donde, con sus fechorías o hazañas -según quién, proezas para todos-, ya se urdía la leyenda romántica del buen bandido que saqueaba a los poderosos y favorecía a los débiles.Elsoldado, sedicente por un instante en ausencia de testigos, bajó el fusil. Aquel titubeo fue bien aprovechado por el joven quien, en un santiguo, se lanzó a la penumbra del vacío.

                 Los soldados abandonaron la batida dando el rastro por perdido y se retiraron con desgana. El salteador había escapado una vez más.  

Los asustados ancianos miraban, con aspereza preventiva, su habitáculo descompuesto. Poco a poco, con ancestral asunción de lo ocurrido y poniendo un primer orden en el estropicio de su miseria, volvieron a la cocina a continuar con su labor.Cuál no sería la sorpresa de la mujer al hundirlas manos en la masa para cocer el pan. ¡Sus dedos quedaron suspendidos en el aire! La pareja se miró conteniendo el aliento. Un fajo de relucientes billetes nuevos se esparcía ante los atónitos ojos de toda su pobreza.

 

 

                                                                                                    Anif Larom

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