EL SUEÑO.

   Se metió en la cama entregando su cuerpo a la noche. Sus piernas parecían de plomo, los parpados le pesaban…; el colchón de gárgolas se volvía fina espuma de algodón. Tan cansado se encontraba que un sopor oscuro no tardo en reclamarlo.

   Se despertó sobresaltado. -¡Otra vez este maldito sueño! –exclamó.

Mientras mascullaba todo tipo de juramentos, buscó, afanoso, en su chaleco, el reloj de bolsillo, herencia de su padre: en aquel momento señalaba las doce en punto de la noche.

 

   No era la primera que el sueño le había manipulado el pensamiento con aquella sobreabundancia de monedas de oro y plata; aquel tesoro que debía sustraer de una cueva, a eso de la media noche en las cercanías de un monte de la aldea del Sabariego al que, desde tiempos remotos, habían bautizado con el nombre del Cerro Rosa. El sueño parecía tan real, que Manuel, con un hogar humillado por la vida y salpicado por la pobreza en aquella Andalucía profunda, de oscurantismo, de sucesos tan incomprensibles, estaba dispuesto a creer en cualquier cosa…

 

   Durante unos días rumio su silencio sin decir nada a nadie, ni siquiera a su mujer, pero la miseria que padecía su familia terminó con su indecisión.

  -¡He sobrevivido a los estragos de la guerra desoyendo la llamada de la muerte más de una vez, así pues, no voy a amilanarme ante un puñetero sueño! –se decía, venciendo cualquier resto de duda que le quedara, y con una idea fija ya imbuida en su mente.

   Aquel día, apenas anocheció, se calzó las botas y se vistió su pelliza y su gorra de pana color marrón. Aparejó la mula con sigilo, para no dar cuentas de a dónde iba, mientras trataba de calmar su ansiedad.

Haciendo acopio de valor, enfiló  su andadura hasta el tal monte árido y solitario de la comarca andaluza al encuentro de la cueva soñada: en este peregrinaje nocturno, buscaba el secreto de sus desvelos.

 

   La luna, espectadora silenciosa, dibujaba el recorrido a seguir, acompañándole durante la empinada  cuesta, zigzagueando  entre olivos, chaparros, y otras hierbas campestres…

 

– ¿Y si fuera verdad que hay un tesoro?  ¡Cómo cambiaría la vida de mi mujer y mis hijos! – se repetía una y otra vez mientras caminaba con la mula de reata, ciegamente sumergido en sus hondos pensamientos.

 

   Al filo de la media noche detuvo su montura: se encontraba en la boca de la covacha; durante unos minutos, sus ojos hurgaron la oscuridad del fondo… resuelto, y sin más cavilaciones Manuel se acercó a su mula y, del serón, extrajo un pico y un carburo. Sólo por un momento, sus pies vacilaron… Secó con el antebrazo el sudor que resbalaba por su rostro;  lanzando un salivazo, se adentró, no sin prevención, en aquel agujero oscuro y dormido donde solo se oía la algarabía de su pánico.

 

 Lidiando con su miedo, a la mortecina luz que portaba, escrutó en un extremo de la cueva, en  el sitio exacto que percibía en su sueño, donde el suelo era de un color terroso más claro.

Colgado el carburo de un pequeño saliente rocoso, se ayudó con el pico y con sus propias manos para abrir un agujero lo suficientemente grande para poder adentrarse en aquel misterio atrapado en las entrañas del  fantasmal lugar. Todo era oscuridad… Alargó la mano hacia afuera para recuperar la luz, y al débil resplandor de la llama, Manuel, con el terror reflejado en sus pupilas, un escalofrío andándole la piel y la boca abierta, percibió una imagen sobrecogedora: allí dentro, apoyado sobre la piedra en aquel pequeño habitáculo de la cueva, pudo apreciar que se trataba del esqueleto de un guardia civil con galones de capitán.

 

    No sabía si solo el horror le paralizaba o era algo más: empapado en su sudor, intentaba moverse y gritar en vano. El olor hediondo que  manaba de la tierra casi le hizo vomitar. Por un segundo, cerró los ojos con la esperanza de que aquello, fuera de nuevo, su sueño pero con un inesperado desenlace; mas, al abrirlos, sintió la extraña sensación de que las cuencas vacías del muerto le miraban agradecidas…

 

Anif Larom.

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