LEYENDAS DE ESTA TIERRA, de Anif Larom

LA TUMBA

 

Las chicharras cantaban en los olivos, enloquecidas, a aquella hora del mediodía en el abrupto paisaje entre los montes de Las Hermanillas y el tajo El Grajo. En la magia de aquella soledad, Antoñolín y María, asentaban sus primeros años juntos, desde que el amor encendió sus venas, y ella, decidió fugarse con él. Allí, en el cortijo Carrillo, cerca del molino El Moro, compartían lo dulce y lo amargo, junto a un precioso hijo de tres añitos, Claudio. En la dulce paz que se respiraba en la soledad de aquella tierra, colmaba aún más su dicha el avanzado embarazo de María.

En los alrededores del cortijo que tenían en arriendo, Antoñolín trabajaba de sol a sol, con una yunta de bueyes. Así que María pasaba toda la jornada faenando en sus interminables labores, sin otra compañía que su hijito, una perra, y los graznidos de los grajos.

El sol apuntaba alto y su fuego se dejaba caer a plomo sobre el silencio de aquellos predios. Como en tantas ocasiones, desde la barranca La Noguera, María subió abrazada a una canasta de ropa húmeda y tirando de su retoño asido a sus faldas. Llegó exhausta. Tras el almuerzo, ella y la criatura cayeron en las redes de la siesta. 

María, flotando en la bruma del azar del sueño, imaginaba encontrar un tesoro, a un centenar de metros del cortijo y bajo las jaraperas de un chaparral que allí enraizaba. En su transposición, veía a su hijo acunado en el pesebre de bueyes, a la sombra de una vieja encina, junto a la covacha de la perra que guardaba el cortijo, muy cerca de la entrada a los corrales. Y caminaba en su sueño, apresurada, dando traspiés por el pedregal que conducía hacia la loma  contra el sol del ocaso, atraída por el brillo de la promesa de fortuna. Al pie del chaparro, deslumbrada en la idea de encontrar riquezas, escarbó en el suelo. Pronto, sus manos tropezaron con la fría dureza de un objeto… Desollando sus dedos contra  los ásperos terrones, bregó con más energía y hurgó una y otra vez para descubrir la totalidad del hallazgo… Por fin, como si brotara de la tierra, apareció  una argolla herrumbrada por la humedad y el tiempo. Sorprendida, titubeó no más de un instante: asió aquel arete de hierro oxidado y tiró con fuerza hacia arriba… La inclinación deslizó la tierra hacia abajo y quedó a la vista una lápida de metal. El desconcierto y el temor hacían vacilar a María, y tentada estuvo, solo un santiguo,  de salir disparada; pero la curiosidad fue más fuerte que el miedo: bajo la tapa, una oquedad oscura,  profunda. A la luz del confuso velo del atardecer,  apreció una bovedilla; unos escalones se hundían en lóbrego sumidero… ¡Una tumba!, ahogada, se dijo.

Atraída como por un imán, instintiva, volvió sus ojos hacia el pesebre, distante: los bracitos de su hijo manoteaban el aire, un gimoteo llegaba hasta sus oídos y la perra no paraba de ladrar. María, vencida por el morbo, bajó los descalabrados escalones, sumergiéndose en la siniestra oquedad. El profundo silencio y un olor a cera caliente envolvían la atmosfera. Esperaba encontrar un enterramiento, o el esqueleto de algún desgraciado que se hubiera encerrado allí… Lo que vio al fondo del habitáculo, entre rojizos resplandores, fue unas cantareras talladas en piedra. Sobre el poyete, entre hueco y hueco, en la boca de ambas botellas ardían, oh misterio, sendos cirios; pudo apreciar el ahumado techo. Avanzó escudriñando el entorno, no iba más allá de tres o cuatro pasos. A la mortecina luz de la cera, en el fondo de los negros huecos, brillaban abundantes monedas de oro. Sentía que se había deslizado hasta el pasado, un pasado que había estado esperando ser descubierto. Era todo tan insólito… Hipnotizada, manoseó aquellas piezas con asombro, con codicia… Ya hechos sus ojos a la penumbra, en el poyete,  dio con un cuenco -undonnillo-, no muy hondo, lleno de monedas de plata. Embriagada por la dicha, se preguntaba si todo aquello era real. No, aquello sólo podía ser una quimera creada por la insolación en su cerebro. De pronto, el horror la sacó del éxtasis: sintió   cómo una fuerza desconocida hacía caer la losa estrepitosamente. Sus pies pegados al suelo, sepultada, se ahogaba en sus propios gritos… Envuelta en sudor y llanto, despertó angustiada, pávida. Su corazón latía con intensidad.

María volvió a soñar aquella pesadilla, tres noches consecutivas. No podía más. Su mente engendraba todo tipo de supersticiones, pensaba si habría destapado algún maleficio. Su desasosiego interno iba agravándose por momentos; sus cambios de humor encendían hogueras en el silencio de la noche, al lado de Antoñolín que, sorprendido por su comportamiento, le preguntó qué le ocurría… Ella, con un leve temblor en los labios, le relató sus sueños…  Contarlo fue como un bálsamo pues las ensoñaciones no volvieron a atormentarla.  Atrás quedó la sed de riqueza, pero su espíritu, intranquilo desde aquellos delirios, la conducía por el camino más apartado para no tener que pasar  junto al chaparral, su sola imagen le daba escalofríos.

En numerosas ocasiones y entre chanzas, se había referido, María, a sus enterrados sueños, en sus visitas al colmado de la plaza La Pasailla. Sorprendentemente, aquel ingenuo relato fue alimentando hablillas en la aldea,  y cobró cuerpo la historia de que en tal lugar yacía un escondido tesoro.

Habían transcurrido dos años. Un buen día, Pablo, Aniceto y Rafael, hermanos y vecinos de Escarchalejo, fueron contratados para cavar la linde cercana al crecido chaparro del cortijo Carrillo, con la intención de allanar el terreno y plantar almendros. De madrugada, comenzaron la faena. Y fue a Pablo a quien el azadón se le quedó atascado en tierra; al tirar, enganchada, apareció una argolla. Siguió escarbando hasta que asomó de entre la tierra una enorme lápida…Y fue entonces cuando vino a su mente la historia del tesoro, el sueño que María, en incalculables ocasiones, había relatado de manera precisa, a toda la aldea. Los hermanos quedaron estupefactos ante el insólito descubrimiento. Aniceto y  Rafael se acercaron, extenuados, al cortijo, en busca de María. Esta atendió, atónita, a sus palabras; se quitó el delantal y corrió, junto a los dos hermanos, hasta el chaparro objeto de su desvelo y temor durante aquellos años. 

Pablo Aranda, había conseguido retirar la tapa de hierro y se había colado en la fosa. María, entre Aniceto y Rafael, descendió con el alma en la garganta. Las cantareras, las botellas con los cirios -apagados-, el cuenco… Todo se encontraba según lo había soñado María. Todo, excepto aquello que la simple razón nunca les permitiría entender: al claro absurdo de aquella madrugada, donde supuestamente encontrarían monedas de oro y de plata, tan solo encontraron míseras cenizas…

 

 

Anif Larom

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