LA HECHICERA,  

 

 

 El pasado de esta tierra inmortal, esconde una larga historia de misterios y  leyendas escritas en ninguna parte y que, a través del boca a boca de los lugareños, se ha ido transmitiendo de padres a hijos, de abuelos a nietos, cuando se reunían junto al fuego y soltaban sus lenguas excitando su memoria, legando lo vivido y lo escuchado; de sus labios surgían extrañas historias... Hoy pretendo rescatarlas con el fin de que no se pierdan.

 

 

LA HECHICERA.

 

     Había un hondo olor a sopa en el ambiente de la cocina de aquella casa de labranza situada a poco más de un kilómetro de la aldea de Sabariego, nombrada desde siempre como el cortijo La Solana. Alrededor de la mesa camilla, en silencio, cenaban un anciano matrimonio acompañado de su nieta, Josefa, que los visitaba en aquellos días.

     Esa noche, tras el tazón de caldo, se sentaron alrededor de la candela. A aquella hora, el abuelo dormitaba, cabeza gacha, en la mecedora de loneta, mientras la abuela bostezaba en silencio con ganas de irse a la cama. De pronto, la muchacha irrumpió el boqueo de la anciana, abrazándola con un largo mimo…

     -¡Ay, abuela! ¡Se aburre una tanto a esta hora! Cuéntame historias de esas que tú sabes que me gustan tanto.

      No necesitó granjeársela con demasiada lisonja: la anciana, enlutada de pies a cabeza, se abismó en su memoria y su garganta tiró de una cadena de increíbles hablillas ya aletargadas.

      -Mira, Josefa, Sabariego siempre fue un paisaje preñado de embrujos. Cuentan que, cierto día, aquí, en el poblado, en los alrededores de la fuente Malagüilla, un cazador rondaba el lugar antes de la alborada, y le pareció oír extraños cuchicheos en una jerga que no lograba traducir…; oculto tras la patilla de un olivo, vio a cuatro mujeres llenando sus cantaros de agua en el manantial; no supo cómo pudieron notar su presencia, pero al advertirla, aquellas hembras, lanzando grotescos chillidos, se elevaron en el aire…

     La abuela hizo una pausa.

     -¿Y…?

     -Pues que ellas, sin poner pie en tierra en momento alguno, lo asieron por debajo de los brazos con una fuerza brutal, como si de una pelota se tratase, lo voltearon en el aire varias veces antes de arrojarlo de golpe al suelo, entre estridentes risotadas. Allí quedó el furtivo, magullado y aterrorizado… Y fue escalofriante ver sus huesudas manos, frías, agarrotadas…, como de muerto, refirieron quienes lo encontraron.

     -¡Abuela…! -Josefa, cargada de incredulidad, afianzando el brazo a la anciana.

     -Bueno…, así lo he oído contar… Y mira –picada, prosiguió-, en otra ocasión, a la altura de los montes de San Pedro, cerca de la finca El Chopillo, unos aceituneros de la aldea hallaron a una moza bajo un olivo, completamente en cueros, tiritando de frío…, desorientada.

     -No  sé yo…, -la nieta no encontraba en ello nada especialmente extraordinario.

     -Mi niña, son muchas las leyendas de brujas las que narran los aldeanos; cuentan que son seres de otro mundo que irrumpen en nuestro tiempo a través de extrañas e invisibles vías; que son amigas de la noche, de los gatos negros, de la luna, del diablo…; y también, que colocando en su camino unas tijeras abiertas en cruz, con un puñado de sal encima, no pueden volver a su mundo; que por esto, cuando aúlla el viento, dicen que son sus almas migratorias bramando, llenas de ira…

     Mientras la anciana hablaba y hablaba…, la lumbre se hacía rescoldo y las sombras se achicaban. En la cálida penumbra, un gesto, mezcla de regusto y temor, asomó a los ojos de Josefa que saboreaba, con codicia, los morbosos sucesos que le estaban siendo relatados. Algo medrosa, escudriñó su entorno acercándose un poco más a su abuela. Esta, hilaba una historia tras otra, complacida en la atención de su nieta.

     -Abuela, la gente chismorrea que en esta aldea aún hay hechiceras; que esa vieja, la que vive en la casa pequeña al otro lado del río, es bruja; que debajo de la cama tiene vasijas llenas de todo tipo de ungüentos, cocitorios, y mejunjes; y hasta hay quien dice que vuela después de untarse en las axilas con una pócima a base de huesos machacados de animales, mezclados con extrañas hierbas. 

     -Jovencita, yo creo que son chismes ponzoñosos, alimentados por zutanas y menganas que no tienen oficio ni beneficio; sin embargo, se percibe desde lejos que la gachona esa es un poco rara…; pero nunca hizo daño alguno, que se sepa; y el hecho de andar en el monte recogiendo hierbas y elaborando potingues no la encarna en bruja. Por humanidad no deberíamos culparla. Las hierbas, desde que el mundo es mundo, ayudan a curar ciertas maluras y arrechuchos. Bueno, chiquilla, basta ya de cháchara, que la trata del diablo, mejor no menearla, no sea que te asustes y no pegues ojo en toda la noche… -y, estampándole un sonoro beso en la mejilla, la mandó a la cama.

     Ya en el lecho, Josefa, se alentó las manos para desentumecerlas de aquel condenado frío. Mientras, en su mente, le escocía la curiosidad de averiguar que había de cierto en todo aquello;  sin proponérselo, comenzó a urdir un plan con el fin de arrojar luz sobre si aquella mujer de la aldea era, o no, bruja; al apagar la vela y sumirse en oscuridad y silencio, entornó sus ojos ya vencidos de tanto engastar ideas…

     Devuelta a la realidad por los rumores mañaneros; se vistió presta, se precipitó por las escaleras y corrió por el empedrado patio al encuentro de su abuela; la anciana, hacha en mano, desmenuzaba leña para encender el fuego; mientras ella, Josefa, recogía las astillas en  el delantal, le dijo:

     -Abuela, hoy quiero ir yo al molino Cañadas por el aceite; pierde cuidado que no iré sola, invitaré a Valentina y a Soledad a que me acompañen y así nos damos un paseo por el puente romano. La anciana accedió con una leve aprobación en la mirada.

     Al caer la tarde, las jóvenes amigas, puestas al corriente de la sagaz idea de Josefa, emprendieron el descenso hasta el molino Cañadas. Bajaron la pendiente de olivos que circundaban el rezagado cortijo La Solana, se hundieron en la deprimida vereda  muy cerrada por la codicia de las zarzas que bordeaban el rio San Juan; el rumor del agua rompía el sosegado dormir del atardecer.

      Al llegar al molino, empujaron el portón y entraron; la aldeana esencia de aceite fresco impregnaba toda la estancia. Subieron la escalera hasta la sala donde se despachaba…; y no se sorprendieron al ver a la mujer a la que suponían bruja, contenida en un cuerpo orondo, mal ataviado en mantón negro, dialogando amigablemente con Antoñica, la molinera, pues contaban los aldeanos que bajaban por el aceite que era habitual encontrarla allí, todas las tardes.

     Aprovechando el entretenimiento, bajaron hasta la puerta: en los escalones de la entrada, pusieron unas tijeras abiertas en cruz, desparramaron un puñado de sal por encima y lo ocultaron con un trapo, como caído al descuido para no despertar la mínima sospecha.

   En su osadía, no eran conscientes de que este acto tan simple les estaba abocando a levantar la ambigua manta de un mítico misterio.

     Al remontar de nuevo la escalera, vieron cómo la desaliñada mujer se despedía de Antoñica, y se dirigía presurosa a la salida… He aquí que, a tan solo dos pasos, se detuvo en seco mirando el trapo caído. Recelosa, ojeaba a un lado y a otro… Entre suspiros, en tres ocasiones volvió a subir hasta el mostrador de Antoñica con el pretexto de habérsele olvidado el paraguas, la talega que portaba – ¡qué distraída!-,  o un poco más de aceite…

     Las muchachas observaban incrédulas, achicando su zozobra con el razonamiento de que era imposible, del todo imposible que las brujas aún existieran… La sugestión provocó que un frío extraño comenzara a sobrecogerlas al ver cómo la mujer se volvía hacia ellas…; les hizo ver, en sus oscuras pupilas, una dureza implacable, una fiereza sin límite; les hizo sentir su voz como un trallazo, tan cercano que casi podía percibir el impacto sobre su piel, cortándoles el aliento, aferrándose a sus gargantas como un garfio, dejándolas sin habla.

     -¿Qué has hecho, muchacha? –susurró con una mirada solo de amargura…; la voz, pareció salirle apagada, rota, de la garganta- Te suplico que retires esas tijeras de la puerta para que pueda irme, pues desde hace largo tiempo demasiada desgracia me cobija…

 

 

 

Anif Larom

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