LEYENDAS DEL MONASTERIO DE SANTA CLARA.
LA ELECCIÓN DE LA ABADESA
Corrían los últimos años del siglo XVI. Alcaudete se preparaba para celebrar la Semana Santa. Las sesenta ynueve religiosas que por entonces había en el monasterio de Santa Clara vivía esas fechas con especial fervor y trabajo. Las monjas adornaban con esmero el altar de la Soledad, muy visitado por los hermanos de la cofradía de esta advocación en los días previos a la conmemoración de la Pasión de Cristo.
Numerosas personas acudían para rezar por las almas de sus familiares cofrades allí enterrados, pues esta cofradía gozaba de muchas gracias y privilegios, que se verían incluso aumentados más tarde, en 1631, por una bula del Papa Urbano VIII.
Al lado de aquel altar se hallaba el Crucificado que se había bajado, como todos los años, al convento desde el de San Francisco, el Miércoles de Ceniza. Se encontraba preparado para ser desenclavado, para de esta forma procesionarle, junto con la Soledad, el Viernes Santo, en una urna-sepulcro, por las calles del pueblo., A la ceremonia de la bajada de Cristo de la cruz acudían numerosos alcaudetenses.
Sor Leonor de Pacheco, hija del I Conde de Alcaudete don Martín, era la abadesa de aquella comunidad de religiosas. Su abuelo, D. Alfonso Fernández de Montemayor, había sido el fundador, en lo material, del convento.
Dª. Leonor, monja de acrisolada virtud y fuerte carácter, había entrado en clausura a los siete años de edad, siendo muy conocida y querida por el pueblo en general.
Socorría a los pobres atendía personalmente a los enfermos y conseguía sacar de la cárcel municipal a numerosos presos víctimas del rigor y arbitrariedades de la Justicia.
Por aquellas fechas se produjeron en el convento una serie de sucesos que provocaron la inquietud entre sus moradoras. Se había hallado el cadáver de sor Ana Galindo, a los trece años de su muerte, incorrupto y con olor de santidad; se vieron once estrellas, y cada vez que se moría una religiosa se apagaba una; un cortejo fúnebre de monjas se apareció a una hermana del convento; y en sólo tres meses habían muerto seis monjas, después de señales premonitorias.
La señal que más se repetía era la percepción del sonido de una campanilla de barro cocido, anticipo seguro de la muerte de una religiosa. En otras ocasiones la defunción sobrevenía después de ser señalada por el "zanco", o ruido de pasos que se detenían junto a la cama, o silla, ocupada por las religiosa de turno. Algunas veían en ello la obra de "Martinillo Zancajo", que así les avisaba para que se preparasen a bien morir.
Parecía que la desgracia se había cebado en aquella comunidad. A las continuas defunciones de algunas de sus componentes, se les unió aquel año la profunda división entre el resto de las mismas, que se agrupaban en dos bandos: uno partidario de que Dª. Leonor continuase como abadesa cuando terminase su mandato, plazo próximo a concluir, y otro que quería nombrar para ese cargo a Dª. Juana Pacheco, hermana de aquella y aspirante al mismo. Esta situación ocasionaba tensiones, y subterráneos conflictos, que iban contra la paz y armonía que debería reinar en aquella casa de Dios.
Así estaban las cosas cuando un día una de las ocho esclavas moras, regalo que el Conde había hecho al monasterio para su servicio, citó a todas las monjas, por orden de la abadesa, para una reunión general.
Llegada la hora de la asamblea, las religiosas se congregaron. tomó la palabra Dª. Leonor:
Así se efectuó. A la hora de maitines la congregación al completo se puso a rezar, acompañada del confesor y tres monjes más vestidos con albas y estolas. Se encendieron muchas velas y, reconfortadas por una plática previa del confesor, comenzaron sus oraciones. Apenas habían iniciado el cántico dl "Benedictus", cuando volviose a aparecer la difunta a la abadesa, sentada a los pies de la que tocaba el órgano. Nadie a excepción de aquella la veía.
Dª. Leonor avisó rápidamente al confesor, cesando al momento el cántico coral. El monje, junto con otro franciscano, comenzó a decir los exorcismos que para el caso tenían preparados. Las religiosas todas temblaban de miedo.
La aparición se acercó a la abadesa y se hincó de rodillas a sus pies. Dª. Leonor, sacando fuerzas de flaqueza, le preguntó:
Convencida estaba casi Dª. Leonor de la veracidad de estas palabras; pero ante la duda echó agua bendita por todo el coro, y a la misma aparición que la recibió complaciente, al tiempo que repetía continuamente". Verbum caro factum est".
Sor Sabina comenzó a hablar de nuevo:
Nadie de los presentes, a excepción de la abadesa, oyó nada, salvo Dª. Juana, su hermana, que, por designios divinos, oyó las últimas palabras que sor Sabina había pronunciado, por lo que muy turbada se dirigió a Dª. Leonor en los siguientes términos:
La abadesa no hizo la pregunta en nombre de su hermana, sino en el suyo propio.
Ante ello Dª. Juana renunció a sus pretensiones y pidió a las monjas partidarias suyas que votasen a su hermana en la elección que próximamente había de celebrarse.
Finalmente el confesor se dirigió hacia el lugar en el que, según la abadesa estaba la aparición y le dijo:
Las religiosas, en santa y justa armonía fueron después todas juntas a dar gracias a Dios, y a su Santa Madre, al altar de la Soledad, y a continuación a la ermita de Nuestra Señora de la Consolación que se levantaba en los jardines de aquel monasterio.
Desde entonces, y durante mucho tiempo, el clima de convivencia y entendimiento en aquella comunidad religiosa alcaudetense cambió completamente siendo un remanso de paz y tranquilidad. Se dijeron las misas pedidas por sor Sabina sin que ésta volviese a aparecerse a nadie más.
Fuentes: Alcaudete Leyendas, Cancionero y Aspectos Literarios
Antonio Rivas Morales
Loli Molina