EL CORDERO ENDEMONIADO

 

A mediados del siglo XVIII Alcaudete comenzaba a despegar de un siglo lleno de calamidades y desgracias, que había disminuido sensiblemente su población, que en 1.752 era de 1.027 vecinos: poco más de 4.000 almas. Aún sufriría el azote del terremoto del día de los Santos Inocentes de 1.755 que ocasionó la muerte de algunas personas y ruina de numerosas casas, derrumbando algunas de las estancias del abandonado castillo-palacio. No menos perjuicios ocasionaban las plagas de langostas que, con cierta periodicidad, arrasaban nuestros campos, como la de 1.75y6 que fue de una especial intensidad para la agricultura local, de la que vivía la mayor parte de los Alcaudetenses. Y ello a pesar de que la mayoría de las tierras estaban en poder de los condes de Alcaudete y de la Iglesia. Del arriendo de las tierras eclesiásticas vivían muchos pequeños labradores, pegujaleros y labrantines, que solían tener de su propiedad pequeñas parcelas de tierra, o huertas, de las varias riberas de las que gozaba nuestro pueblo.

 

Uno de ellos era Pedro Alcalá la Rosa que vivía del producto de unas tierras plantadas de olivos que, en el paraje de la Vega, tenía arrendadas a las monjas de Santa Clara. Así mismo poseía una huerta en el vado de Santa Rosa, cerca de la ermita dedicada a la santa de este nombre que allí se levantaba.

 

En su huerta tenía una pequeña casa, delante de la cual había una parra que cubría la entrada de la misma. Así como una frondosa higuera y una gran noguera que producía unas excelentes nueces. Aquel conjunto presidía una parcela de  unas dos aranzadas en la que aquella familia cultivaba una gran variedad de productos: lino, mangotes, maíz, y especialmente árboles frutales que echaban buenos duraznos, manzanas sanjuaneñas y sanmigueleñas, albaricoques llamados "tontos", ciruelas, etc.

 

Aquel año, la familia de Pedro, como las de casi todos los hortelanos del pueblo, se marcharon, a finales de mayo, a la huerta con todos los animales de la casa, para sembrar hortalizas de verano y cuidar y recoger la fruta de aquel año.

 

La naturaleza se había mostrado pródiga con Pedro, que tuvo una buena cosecha de fruta que, a finales del verano, llenaba las partes altas de la casa de la huerta.

 

Manuela, la mujer de Pedro, vendía los productos cosechados en la Plaza de Alcaudete, en donde se le había asignado, con carácter temporal, un puesto en los soportales que por aquella época había en este lugar. Pero como quiera que las cosecha de duraznos había sido muy abundante decidieron venderlos en otras localidades en donde encontrarían buena salida y excelentes precios, práctica muy común durante muchos años en nuestro pueblo, y que este hortelano había efectuado en otras ocasiones, llevando sus frutas sobre todo a Arjona y Porcuna, pueblos en los que al no existir apenas huertas se vendían con mucha facilidad. A veces realizaba trueques con productos de aquellas tierras como eran los garbanzos y las lentejas.

 

Así, en aquel mes de Septiembre había ido varias veces a estos pueblos, y, tras unos días de descanso, a mediados del mismo, aprovechando que era la Feria de Arjona, decidió ir allí con la esperanza de vender muchos de sus melocotones.

 

Como quiera que el camino era muy largo, tras echar un breve sueño, se levantó, aparejó su mulo y lo cargó con un serón lleno de variada fruta: en especial de duraznos. Inmediatamente se puso en marcha, tomando el Camino de las Huertas, y tras pasar cerca de los cortijos del Peñón y de la Venta del Donadío, y el vado Hondo, llegó al cortijo del vado Judío en donde tomó el camino de los Fruteros que lo conducía hacia su destino.

 

Una gran luna iluminaba los campos, aunque unas dispersas nubes la tapaban de vez en cuando, sumiéndolos en una profunda oscuridad.

 

Pedro caminaba, delante de su mulo, muy tranquilo, pensando en la buena cosecha de frutas de aquel año, y en lo que invertiría el dinero que obtendría con la venta de la misma. Pasaba cerca del cortijo de la Romera cuando oyó, en el silencio de la noche, unos débiles sonidos parecidos a llantos de un niño pequeño. Algo extrañado, continuó su caminar, no dando mucha importancia a este hecho; pero, conforme avanzaba, aquellos lejanos lamentos se percibían con más claridad, aunque sin saber de dónde venían. Así avanzó un trecho más de su itinerario hasta que pudo precisar de donde procedían. En efecto, no muy lejos del camino, en un pronunciado balate, crecían unas abundantes y extensas zarzas, de donde venían aquellos profundos quejidos.

 

Con cierto miedo, se acercó a aquel zarzal nuestro buen hortelano. A la luz de la luna, que en ese momento, inundaba de claridad el campo entero, pudo ver, que, entre los frondosos tallos de las abundantes zarzas, se encontraba preso un tierno cordero, cuya inmaculada blancura solo se veía interrumpida por los finos y rojos hilos de la sangre, que brotaba de las heridas, y que las agudas espinas habían producido en su piel al intentar liberarse de tan incómoda prisión.

 

Aquellos lastimeros quejidos provocaron la compasión de Pedro que, con sumo cuidado, fue librando al tierno animal de las perniciosas zarzas hasta que logró desasirlo de todas ellas. Tras ello, subió el corderito a sus hombros con las patitas hacia delante. Así reemprendió la marcha pensando en regalárselo, si nadie lo reclamaba, a Manuel, su hijo más pequeño, para que lo cuidara.

 

Así anduvo un buen rato muy contento. Tras ello empezó a notar, sin hacer mucho caso, una sensación, cada vez más creciente, de un mayor peso de sus espaldas, de calor en el cuelo y de un nauseabundo olor que nuestro hortelano atribuyó, en un principio, a algún estercolero del campo. Ante el aumento experimentado de esas molestas sensaciones, que el hortelano comenzaba a sospechar procedían del animal que transportaba, miró, con curiosidad, hacia atrás para verlo.

 

Lo que percibieron sus ojos lo paralizaron momentáneamente llenándolo de espanto: el blanco y tierno corderito que esperaba ver tras de sí se había convertido en un robusto macho de retorcidos cuernos y afilada barbilla, con ojos rojos como ascuas que lo miraban sarcásticamente, y que tras una sonora carcajada le dijo:

 

.- ¿Tú también tienes dientes como yo?

 

Cuando el miedo permitió reaccionar a Pedro, soltó al extraño animal que cayó pesadamente al suelo de pie, desapareciendo dando grandes saltos y sonoras carcajadas. Una negra nube ocultó, a lo lejos, aquella siniestra figura. Mientras tanto el asombrado mulo daba grandes saltos lo que obligó al hortelano a correr tras él, logrando sujetarlo, no sin esfuerzo, tras lo cual, lleno de terror, y no pudiendo continuar el viaje, se volvió a su huerta, a la que llegó cuando todavía era noche cerrada.

 

Su mujer se extrañó sobremanera cuando lo vio aparecer. Tras contarle todo lo ocurrido, ambos decidieron ir, en cuanto amaneciera, al pueblo y dar parte de este hecho a las autoridades eclesiásticas y civiles. Acostados de nuevo no podían coger el sueño. Pedro, preso aún del pánico padecido, y Manuela rezando a Santa Rosa de la que era muy devota.

 

Con las primeras luces del nuevo día se pusieron en marcha hacia Alcaudete, accediendo a la calle Campiña por la corredera de Santa Catalina y Fuente Nueva. Pensaron en hablar primeramente con el párroco de San Pedro, don Juan Francisco, por lo que se llegaron a la iglesia, y al estar ésta cerrada fueron a la casa parroquial que estaba a comienzos de la calle Saladilla. Tras contarle Pedro lo sucedido, el sacerdote decidió llamar al Comisario de la Inquisición Pedro Felipe Rico, por si fuera caso de brujería, llegando ambos al acuerdo de comunicarlo al exorcista del Convento de San Francisco. Tras conocer lo sucedido, todos ellos estuvieron de acuerdo en que aquello había sido obra de brujería, o de demonios. A continuación dieron parte al corregidor de la villa, don Juan Pastor Fernández, y al alguacil mayor de Alcaudete. Todos ellos acompañados de algunos regidores del municipio y del escribano del mismo, se desplazaron al lugar donde ocurrió el referido suceso, llegando, a media mañana, al zarzal en el que se recogió aquel extraño animal.

 

Cuando estuvieron frente a las zarzas que lo aprisionaron, el exorcista efectuó una serie de conjuros contra brujas, demonios y espantos; los sacerdotes rezaron algunas preces; y el escribano levantó acta del suceso que firmaron todos los presentes. Inmediatamente se volvieron al pueblo, en donde lo sucedido era ya de dominio público, y objeto de todas las habladurías.

 

Desde aquel día el relato pasó de padres a hijos. Los campesinos, en especial los hortelanos, que pasaban cerca del zarzal se persignaban, aligerando el paso ante el mismo, con cierto temor, en especial si era de noche. Algunos afirmar haber oído quejidos de allí procedentes, no sabemos si por efecto de su gran miedo, o porque realmente se produjeran. Desde entonces a este paraje agrario se le dio el nombre de Zarzal de los Gemidos, con el que aún se conoce.

 

 

A. Rivas

ALCAUDETE EN LA RED