ANTES DE QUE VENGA A BUSCARME
Aquella era la primera Navidad que pasábamos sin mi padre, nunca me pude despedir de él, pues había fallecido meses atrás de una enfermedad cuyo nombre, a estas alturas de mi vida, no conservo en mi memoria. Recuerdo que estábamos sentadas a la mesa: mi madre, mi hermana Victoria y yo. Nos disponíamos a degustar con desgana la cena, si se podía llamar así a lo poco que en tiempos de posguerra nos proporcionaba el trabajo de mi madre en el taller de costura de Dolores y la cartilla de racionamiento; cuando mi hermana, que por aquel entonces tenía 7 años (la mitad que yo), comenzó a llorar desconsoladamente. Podía ver en los ojos de mi madre un brillo extraño, ya que nunca la había visto llorar, supongo que para no preocuparnos.
Sentí tal frustración, que, salí corriendo de casa. Llovía a mares y sabía que mi madre se volvería loca buscándome, pero aun así no me detuve. Atravesé la calle Pastelería y me dirigí directamente al castillo. En aquel lugar siempre me había sentido protegida, ya que antes de su muerte, mi padre y yo pasábamos largos ratos a las faldas de la colina en la que se encontraba, observándolo.
Estaba sentada e intentando evadirme de esa melancolía de la que es muy difícil deshacerse cuando se pierde a un ser querido, entre sollozos. De repente, unas manos delgadas y frías me taparon la boca. En ese momento, me aterrorizaba pensar en que podían ser mis últimos minutos de vida, pero no sé cómo ni de dónde apareció una silueta que mi intuición dedujo femenina, y le asestó un fuerte golpe. En cuanto me liberé de aquellas manos que se aferraban a mi rostro, salí corriendo a tal velocidad, que resbalé cuatro veces y llegué a casa con las rodillas ensangrentadas, casi sin sentir las piernas.
Mi madre estaba agitada y deshaciéndose en lágrimas en su mecedora, pero en cuanto me vio se le dibujó una sonrisa en la cara. Me abrazó y curó mis heridas, yo no le conté nada sobre lo ocurrido, pero tampoco fue necesario. Mi hermana que estaba metida en la cama con la cara mojada de tanto llorar, se alegró muchísimo al verme, yo ocupé mi lugar en la cama y ambas rezamos como hacíamos cada noche.
A la mañana siguiente, cuando salí a comprar hilos para mi madre, se comentaba que Don Dámaso, el sacerdote del pueblo, estaba muy enfermo y no sabían si conseguiría sobrevivir. Él era amigo de la familia, ya que mi madre a menudo iba a orar a la iglesia del Carmen y, por su oficio, bordaba los mantos de la Virgen, pues Dolores se iba haciendo mayor y sus manos ya no se deslizaban con la aguja como antes. Don Dámaso nos ayudaba siempre con todo aquello que estaba a su alcance, algo por lo que le estábamos muy agradecidos, además era muy afable y respetuoso.
Cuando regresé a casa, le expliqué a mi madre que estaba cosiendo, lo que había escuchado en la plaza y se sorprendió tanto que se pinchó con la aguja. Estuvimos un largo rato hablando sobre el tema, y, casualmente recordó que le faltaban alfileres. Yo iba a ir a comprarlos, pero ella me lo impidió, pues decía que también quería consultar a Dolores una duda sobre el diseño del traje que estaba elaborando.
Eran las diez de la noche y mi madre no había regresado, estaba muy preocupada y me dispuse a buscarla. Recorrí palmo a palmo el pueblo y no di con su paradero. A las doce, desesperada, me di cuenta de que no había ido al taller de Dolores, un soplo de esperanza hizo que casi me relajara, y me dirigí hacia allí. Dolores me dijo que mi madre no había estado con ella, entonces creí oír como mi alma se rompía en pedazos, algo no cuadraba, mi madre me dijo que iba al taller de Dolores y, sin embargo, no había aparecido por allí. Pedí a Dolores que me acompañase al castillo, ya que era el único lugar que no había rastreado y algo me decía que estaba allí. Y sí, allí estaba. Maldije mi buena intuición al verla en el suelo, rodeada de un charco de sangre. En esos instantes me sentí la persona más desafortunada del planeta, había perdido a mi padre y mi madre para siempre, no sabía si gritar, llorar o simplemente quitarme la vida.
Dolores tenía la cara desfigurada del susto. Tras recomponernos un poco, nos dirigimos, sin fuerza casi ni para respirar, al cuartel de la Guardia Civil. Allí, un señor de unos 40 años completamente uniformado, nos dijo que se pondrían a investigar el caso.
Al día siguiente volví a ir al cuartel. El señor que nos había atendido el día anterior a Dolores y a mí, me dijo que se creía que mi madre había perdido la vida a causa de unos golpes proporcionados con objetos de vidrio, que lo sentía muchísimo y que de nada serviría seguir investigando el asunto. Todavía recuerdo cómo la ira me reconcomía las entrañas y el enorme esfuerzo que me costó no decirle ciertas palabras a aquel Guardia Civil, si dicho señor merecía ser llamado así.
Mi hermana y yo, desgraciadamente, éramos víctimas una soledad compartida, por ello, ya que no teníamos ningún familiar cercano, fuimos acogidas en el Convento de Santa Clara. Allí pasé mi adolescencia aprendiendo a leer y escribir, a tocar con cierta soltura la guitarra, a preparar recetas que desconocía, y a bordar, tarea en la que me desenvolvía bastante bien, supongo que era herencia de familia.
Mis días en el Convento pasaron inesperadamente rápidos y al cumplir 18 años tuve que elegir entre hacerme novicia y pasar el resto de mi existencia entre paredes o abandonar el Convento y rehacer mi vida.
Aquel 7 de septiembre dejé el Convento, quería que mi hermana me acompañase, pero ella eligió seguir el camino de Dios. Recuerdo cómo las Hermanas me obsequiaron con algunos panes, agujas e hilo, unas cuantas telas y 2000 pesetas. Me costó mucho despedirme de Don Dámaso y de todas ellas, pero sobre todo de Aurora. A ella le había cogido un cariño enorme, pues a pesar de triplicarme la edad, desde el primer día supo comprenderme y apoyó todas mis decisiones. Justo cuando me estaba marchando, ella me entregó una carta que siguiendo su consejo no debía abrir hasta mis últimos minutos de vida, yo le pregunté por qué no podía leerla hasta entonces y ella se limitó a decir que obedeciese sin más.
Contaba con tan sólo 7000 pesetas para comenzar mi nueva vida en la capital española, 5000 mías y 2000 que me proporcionaron las Hermanas de Santa Clara, ya que mi madre dejó todos sus bienes a la Iglesia.
Los comienzos de esa nueva etapa en mi vida fueron bastante duros. Aún conservo recuerdos nítidos de mis primeras sensaciones al llegar a Madrid, aquel era un mundo hostil por descubrir para una joven como yo que nunca había salido del pueblo.
Al principio fue complicado ser aceptada, ya que no estaba bien visto mi acento andaluz, pero en poco tiempo, conseguí un trabajo como costurera en un reputado taller de la ciudad.
Sin pasar hambre, pero sin poder permitirme lujos pasé mis tres primeros años en la capital. Después conocí a Andrés, un apuesto muchacho por aquellos tiempos estudiante de Derecho. Ambos nos enamoramos perdidamente y a los dos años contrajimos matrimonio.
Pronto me instalé en su enorme ático de la Gran Vía y a petición de él dejé de trabajar, ya que su despacho de abogados nos proporcionaba unos ingresos más que suficientes. Andrés y yo éramos la pareja perfecta, cada día me deleitaba con una rosa y alguna bonita frase que él mismo escribía para mí. De vez en cuando me obsequiaba con un libro, ya que sabía lo mucho que me gustaba pasar las horas en las que por desgracia él no podía estar conmigo, perdida entre las palabras. No pudimos tener hijos, pero los 53 años que pasé a su lado fueron los más felices de mi vida.
Él falleció hace algo más de un año por muerte natural y yo, a pesar de tener a mi lado a Dulce, una agradable muchacha que lleva cuidándome 7 años, me siento muy sola. Veo caer la nieve desde la ventana y siento que pronto caeré con ella en el olvido. Tengo la sensación de que me estoy apagando poco a poco y antes de que mi vieja amiga la muerte que al parecer se ha olvidado de mí venga a buscarme, tengo intención de leer la carta que me dio 57 años atrás Aurora:
“ Querida Inma, confío plenamente en que hayas hecho caso a mi consejo y estés leyendo esta carta a una edad bastante avanzada.
Estos años sin ti se habrán hecho eternos. Espero que hayas sido muy feliz y aún me recuerdes a mí y a los viejos tiempos en el Convento de Santa Clara.
Siento no haberte dicho esto en persona, pero de haberlo hecho, tal vez no habrías vivido de la misma manera.
Supongo que aún recordarás las repentinas muertes de tus padres y aunque de nada sirva que te relate todo lo que sé acerca de ellas, pienso que tienes derecho a saberlo. No fue otro sino Don Dámaso quien asesinó a tus padres, probablemente te habrás llevado una agria sorpresa, pero así fue. Tu madre tuvo una estrecha relación con él, cuyos motivos no están a mi alcance, aunque pienso que hizo esto para conseguir alimentos y dinero para vuestra familia. Hubo un momento en que ella se sintió culpable y no quiso seguir con la relación, por lo que Don Dámaso que no lo aceptaba, le amenazó a muerte. Ella se lo contó todo a tu padre, quien la entendió bastante bien y decidió desafiar a Don Dámaso, lo que acabó finalmente con su vida y no con la del religioso. Tu madre vivía en un sin vivir ya que no podía reteneros a tu hermana y a ti en casa, y sabía que en cuanto Don Dámaso tuviese una oportunidad os mataría. De hecho, la noche en la que te llevaste un gran susto en el castillo, fui yo quien te salvó de aquel ser repugnante y quien le contó todo a tu madre. Ella para no poneros más en peligro tomó la errónea decisión de volver con Don Dámaso, quien en cuanto pudo le arrebató la vida. Puede que te resulte un poco contradictorio que él fuese tan amable con tu hermana y contigo durante vuestros días en el Convento, pero esto se debió a que todas las Hermanas le amenazamos con contar lo que sabíamos a las autoridades y este no tuvo más remedio que aceptar.
Ojalá, para cuando tú leas esta carta, él esté en el infierno, que es donde merece pasar toda la eternidad.
No te preocupes por nada, puedo asegurarte que tu hermana habrá estado a salvo todo el tiempo que haya pasado en el Convento.
Por último decirte que eres una persona excepcional y un ejemplo de superación a seguir. Espero que todas tus Navidades hayan sido más felices que aquella en la que perdiste a tus padres y que tengas siempre presente que ellos nunca han dejado de quererte, al igual que yo, y en mi opinión ese es el mejor regalo de Navidad que hayas podido recibir.
Un fuerte abrazo, tu vieja amiga Aurora. “
Mª Carmen Fernández Torres 3ºB